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Domingo de la Pasión, las piedras gritarán

Lucas 19,29-46 y 22,14-23,56

Después de haber predicado y llevado a cabo su práctica de misericordia en la zona de Galilea, todo ello como expresión del reinado o imperio de Dios, Jesús sabe que ha llegado la hora de la manifestación plena de este reinado. Por eso decide viajar a Jerusalén, la ciudad santa, para la mayor fiesta religiosa del pueblo, la fiesta de Pascua, aprovechando la gran cantidad de gente que se reunía entonces. Jesús viaja con el grupo más cercano de sus seguidores; lo ovacionaron a su entrada, y alabaron a Dios. Algunos fariseos reclamaban a Jesús y exigían que callara a sus discípulos. Si ellos callan, las piedras gritarán, respondió Jesús. 

Mucho veremos entre los gritos de la gente y el grito de las piedras. Veremos a Jesús llorar por Jerusalén, por su dureza para aceptar al rey de paz que vino a visitarla; veremos a Jesús entrar en Jerusalén y expulsar a los vendedores del Templo, para que al pueblo le quedara claro que el amor y el perdón de Dios no son mercancías que se vendan o se compren; Dios los regala siempre. Veremos a la élite del Imperio Romano pactar con la élite religiosa de Jerusalén, porque unos y otros se sentían amenazados por este hombre sencillo, que hablaba y hacía presente el imperio de un Dios compasivo y misericordioso que entendía el poder como servicio, no como dominación,

Veremos la traición de Judas y la negación de Pedro; veremos el elocuente silencio de Jesús frente a Herodes, porque no hay nada que decir frente a las demandas de un rey que cree en el poder y la violencia, pero no cree en la compasión y la misericordia. Lo veremos en silencio tragándose la burla y la humillación de ser revestido con una túnica ridícula. Porque el amor todo lo soporta. Lo veremos dar la vida en la cruz como quien entrega generosamente un pan; y dar su sangre como quien comparte esperanzadoramente el vino en una copa; lo veremos confiar extremadamente en Dios, al que con cariño y orgullo llama Padre.

Lo veremos expirar y ser sepultado en el silencio oscuro e hiriente de un sepulcro excavado en una piedra. Y entonces sí, cuando los discípulos huyan silenciados por el dolor; cuando la élite romana y religiosa de Jerusalén se silencien bajo la ebriedad del poder; cuando el Padre se silencie en medio de la desolación, y cuando las mujeres se silencien para lloran la desaparición del Señor, entonces sí gritarán las piedras. Gritarán que la tumba está vacía y que la muerte ha sido derrotada. 

La historia se ha desarrollado a tirones entre el bullicio y el silencio; gente que anda a caballo y gente que anda en burro y burro ajeno; gente que se sienta con arrogancia a la mesa, y gente que se acerca con humildad a servir; momentos en los que las palmas de victoria llegan a nuestras manos, momentos en que somos traicionados; momentos en los que nos vestimos de fiesta y momentos en los que nos revisten de burla y de vergüenza. La historia tiene su lado oficial, y tiene su revés; tiene sus héroes y tiene sus vencidos y despojados. Nuestra historia personal sigue la misma tensión, momentos en los que corremos como la sangre a todo lo que da el cuerpo, y momentos en que arrinconamos jirones del espíritu en la soledad del corazón.

A todos, sin embargo, nos queda la esperanza del grito de las piedras. Llegará el día en que nos inclinemos en el corazón del Padre, y el Padre nos acoja en su regazo; el día en que brotará de la tierra el tallito verde del imperio de Dios, que es amor. Y ese día, el día en que nuestras piedras griten, las ungiremos como se ungen los altares, celebraremos sobre ellas la vida; y entonces, ni a ellas ni a nosotros, nunca, podrán callarnos.

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