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El hijo de José

Lc 4,22-30

Se trata de la segunda parte del relato que comenzamos a leer, meditar y orar el domingo pasado, el primero de mi vida presbiteral, dicho sea de paso. Tras la lectura profética y liberadora que hizo Jesús del texto de Isaías, y su proclamación de su cumplimiento "hoy" (en Lucas el día de la salvación siempre es "hoy"), la gente que escuchó a Jesús (¡sus paisanos, amigos y conocidos de toda la vida!) reaccionó primero con admiración y luego con desconcierto: "¿No es éste hijo de José?"
La gente vio en Jesús a un "hijo de vecino"; y no vio al Espíritu que estaba sobre él, que lo había ungido, y llenándolo de su fuerza lo había conducido al desierto, del que volvió victorioso sobre el Tentador. ¿Por qué no podían creer en Jesús sus paisanos? Esperaban que el mesías anunciado por Isasías fuera alguien de poder, grandioso, espectacular. Jesús replicó a su gente con el ejemplo de dos extranjeros, personajes del Antiguo Testamento: la viuda de Sarepta y el rey Naamán. Una mujer y un hombre; una viuda, un casado; una pobre, un rico; una que no tiene poder, uno que es rey; una que no tiene que comer, uno que ha viajado a Israel llevando lujosos regalos; una que se dispone a morir, uno que quiere seguir viviendo. Además de ser extranjeros, ¿qué tienen en común estos dos personajes, tan diametralmente opuestos en su caracterización? Su fe. Ambos creyeron en el Dios de Israel, del que otro les había hablado. Ambos creyeron que el ser humano podia anunciar la presencia actuante y misericordiosa de Dios.
Por su fe, la viuda de Sarepta compartió con un desconocido lo poco que tenía para comer antes de esperar con su hijo la muerte; por su naciente fe, Naamán pasó de creer ser humillado a ser humilde. ¿Por qué la falta de fe de la gente de Nazaret en Jesús? Porque era "hijo de José"; porque era uno de los suyos, porque era en todo humano como ellos, porque era pobre, porque no tenía poder, porque desde siempre había estado con ellos. Pero si Dios es asi, ¿quién justificará y saciará nuestros deseos de poder, cómo pedírselo y esperarlo de Él? Un Dios pequeño, débil y cotidiano estorba. Desilusionarnos de la divina humanidad de Jesús, y de su humana divinidad, es desilusionarnos de nosotros mismos; el problema aquí es nuestro, no de Dios: estando con nosotros desde siempre, como uno de nosotros, no lo reconocemos.
Renegar de la humanidad, despojarla de su carácter divino lleva a la violencia. La escena final del relato es de alguna manera un resumen de la vida de Jesús: lo llevaron a una montaña para darle muerte; pero él se abrió paso y continuó su camino... pasando entre los suyos. Basta tener fe para reconocer el paso del Señor Resucitado en lo más humano, sencillo y cotidiano de nosotros y de nuestro pueblo.
Un abrazote y feliz semana.

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