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Los salmos del Señor Crucificado

Salmo 22(21), Salmo 30(29), Salmo 121(120); Juan 18-19

Vaticano 2035 es una sorprendente y futurista novela que cuenta la historia de Giuseppe Lombardi, que llegaría a ser Obispo de Roma, conocido con el nombre de Tomás. La vocación de Tomás nace desde pequeño, en París adonde va a vivir gracias a que su padre, renombrado médico investigador, es contratado en la Fundación Pasteur. Con el tiempo, el padre ganaría el premio Nobel  de Medicina, uno de sus amigos ganaría el Nobel de Física, y el mismo Lombardi, siendo ya el Papa Tomás, ganará también el Premio Nobel, él, de la paz. Sólo que con ocasión de una Jornada Mundial de la Juventud, Lombardi conoce a Chiara, una joven de la que se enamora, con la que se casa y tiene dos hijas. En la novela, tras la renuncia de Benedicto XVI, sin perder de vista que la novela se publicó algunos años antes de la histórica renuncia del Papa Ratzinguer, el nuevo Papa, Juan XXIV, dominico, decide arrancar un proceso de reforma de la Iglesia que incluye la posibilidad de que hombres casados accedan al sacerdocio. Entre los varones elegidos para iniciar la reforma, está Lombardi, promovido por el arzobispo de Bolonia y antiguo párroco suyo.
 
Sin embargo, a consecuencia de una infección adquirida, que con el tiempo diezmará a la población mundial, Chiara, la esposa de Lombardi, enferma y muere. Su joven marido, que entonces ya es diácono, prepara el funeral de su esposa, él mismo elige los textos, y él mismo, tenor privilegiado, entona el salmo. Ha elegido el salmo 22.  A mí, en la lectura, me pareció oír la voz doliente de Lombardi, y casi podría jurar que nunca he escuchado lamentación más lúgubre que la del funeral de Chiara, cuando Lombardi entona: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Quienes contemplaron a Jesús crucificado, percibieron que el Señor y Maestro movía sus labios, y mantenía concentrada la mirada, como buscando algo dentro de sí, como buscando a alguien. Algunos alcanzaron a percibir, o creyeron oír, que Jesús entonaba, tristemente, "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
 
Terminado el funeral de su esposa, Lombardi se fue a un país escandinavo, muy al norte, al frío absoluto, adonde el gris de la neblina nunca se pone, adonde el sol nunca se asoma. Vivió su luto y su soledad. Todos, Jesús, Giuseppe Lombardi, hemos vivido momentos en los que nos sentimos abandonados por Dios. En realidad, Dios nunca nos abandona, pero hay momentos en los que los que la vida nos enfrenta a los peores obstáculos en la más cruda soledad. Es la soledad del corazón, es el frío del dolor, el amargo de la derrota, el gris de la desesperanza. Es el momento en que papá no puede bajar de la tribuna a la cancha, y hay que tirar el penalti sin importar ni la patada recibida, ni que el portero de enfrente sea el mejor del mundo, es el momento único en el que hay que sentir coraje y patear el balón. Es el momento en que mamá suelta a su hijo, recostado en la camilla, y tiene que esperar fuera de quirófano, confiando en la pericia del médico, y en que el cuerpo de su hijo resista la intervención. No es que estemos abandonados; es la hora en la que sólo nosotros podemos dar la batalla. Y hay que darla, hasta la muerte, que un día llegará, y mejor que nos encuentre de pie y con dignidad, y no escondidos en el rincón de la cobardía. Es la hora de la confianza, es la hora en que Alguien, que ha tenido que soltarnos, espera que salgamos adelante.
 
Es la hora en la que nos preguntamos: "¿De dónde me vendrá el auxilio?" Recuerdo alguna vez que mi mamá tuvo que ser internada de emergencia en el Seguro por una crisis de asma que no se controlaba; en la clínica los doctores decidieron que era necesaria una traqueotomía de urgencia. Yo esperaba sentado en una silla de un largo corredor. Recuerdo todavía el ajetreo de la camilla que pasó junto a mí; entonces vi su rostro, medio segundo, y ella vio el mío. Cuando llegó al quirófano, ya respiraba normalmente. Después me contaría que esa mañana, cuando me vio, pensó: "Mis hijos todavía me necesitan, no me puedo morir. ¿De dónde me vendrá el auxilio? El auxilio siempre viene del amor, y Dios es Amor. ¿De dónde brota la hierba entre las grietas de las tumbas, en medio de los panteones? De la vida, que es capaz de brotar y de crecer aun en medio de la muerte, y Dios es Vida. El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra; Dios es amor y es vida. El auxilio nos viene de saber que somos importantes para alguien, tanto que es quien nos ha dado la vida, y por eso lo llamamos Padre.
 
Entonces, como Jesús en la cruz, podemos invocarlo y dejar de buscar; entonces sentiremos que su amor nos habita y que somos suyos para siempre. Entonces, aunque nuestros enemigos se rían de nosotros, aunque seamos como objetos tirados a la basura, sentiremos confianza y nos enfrentaremos a la verdad de nuestro destino; sabremos que hemos llegado al final, no porque haya llegado la muerte, sino porque estamos en sus brazos, y de sus brazos, tiernos y protectores, nada ni nadie nos arrancará. Entonces cantaremos para ti: En ti confío, Señor. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

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