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Domingo de Ramos: Mesías de Dios, triunfo de la misericordia

Mateo 21,1-17

Domingo de Ramos. Domingo de la entrada de Jesús en Jerusalén. Inicio de la última semana en la vida histórica de Jesús. Después de un tiempo de predicar con gestos y palabras la llegada del Imperio de Dios o Reino de Dios en la zona de Galilea, decide que ha llegado el momento de que se manifieste plenamente, en la ciudad santa, en la gran Jerusalén.
 
Los gestos de esta entrada son elocuentes, profundamente contrastantes con la realidad del Imperio Romano, imperio de opresión y esclavitud. Jesús salió de Jericó hacia Jerusalén, como indicaban las profecías que haría el Mesías. Si alguien tenía la esperanza de un levantamiento armado y violento, que restaurara la antigua monarquía de los tiempos de David, lo más probable es que se haya sentido defraudado o cuando menos inquietantemente desconcertado ante los signos de la mesianidad de Jesús. Quizá entre ellos estaba Judas, y por ello traicionó a Jesús más tarde, aunque para Jesús, ni siquiera la traición fue suficiente para dejar de llamarlo y considerarlo amigo.
 
Jesús entra en Jerusalén montado en un burro y además ajeno. Cuando llegaba al trono un nuevo rey, el rey entraba en la capital del imperio montado sobre un caballo de guerra. Jesús, dice la Escritura, se sienta sobre un burro; no dice que se monte, sino que se sienta, y utiliza la expresión que se usa cuando se dice que los reyes se sientan en sus tronos. El burro es ajeno, Jesús lo pide prestado, podría haberlo arrebatado, tomado a la fuerza, como hacían los soldados romanos, pero Jesús respeta la dignidad del pueblo pobre. Quienes vienen con Jesús desde Galilea, y han sido testigos de sus gestos y palabras de respeto, compasión y misericordia para con los más necesitados, comprenden esta manera de actuar de Jesús. Por eso, en absoluta y espontánea libertad, ofrecen sus mantos y los colocan sobre el burro, para que Jesús lo monte con dignidad; y sobre el piso, para reconocer el Señorío de Jesús, como instaurador del Reinado de Dios.
 
Las palmas y los cantos con que los galileos acompañaron la procesión triunfal de su Mesías externan su confianza en la victoria de Jesús y del Imperio de Dios sobre el Imperio de Roma, su confianza en que El Señor ha venido a salvar a su pueblo, a darle libertad. Al pueblo de Dios no escapaba el recuerdo, testimoniado en la Escritura, de Moisés volviendo a Egipto montado sobre un burro para liberar a los hebreos de la esclavitud del Faraón. El gesto seguramente no pasó inadvertido para la élite religiosa de Jerusalén y, seguro que también dieron la alerta a sus aliados romanos de la élite política.
 
Cuando un nuevo gobernante entraba en una ciudad, la élite religiosa y política salía a su encuentro para darle la bienvenida y ponerse bajo sus órdenes. A Jesús no sólo no lo recibió nadie de Jerusalén, no sólo ningún dirigente político o religioso vino a ofrecerle sus respetos y a dirigirle palabras de bienvenida. Dice el evangelio que al entrar Jesús a Jerusalén, toda la ciudad se estremeció, se preguntaban quién era, y los galileos les respondían que era Jesús, el profeta de Nazaret. Si era nazareno, era hijo de David, tenía derecho al trono de Israel; si era profeta, venía de parte de Dios. Si era, de verdad el Mesías, la ciudad, centrada en su Templo, y afincada entonces en la alianza de la casta sacerdotal con Roma, había razones para temer peligro. Por eso Jerusalén recibió a Jesús con alarma y en silencio.
 
Cuando un nuevo gobernante entraba en la ciudad, se dirigía al Templo a ofrecer sacrificios para pedir la protección de los dioses. Cuando Jesús entró en Jerusalén, también se dirigió inmediatamente al Templo, pero no ofreció ningún sacrificio; al contrario, volcó las mesas de los cambistas, expulsó a los vendedores de los animales para el sacrificio; curó a los ciegos y a los cojos que estaban ahí presentes, los que por sus defectos no podían entrar al Templo. Entonces reaccionaron los sacerdotes, entonces fue que se indignaron y reclamaron a Jesús que los niños se callaran. Pero el signo ya estaba consumado.
 
En Jesús, Dios había decretado no la purificación, sino la destrucción del Templo. En Jesús, Dios rechazaba un sistema religioso basado en la ley de la pureza, sistema de exclusión; en Jesús, Dios rechazaba los sacrificios como requisitos para obtener el perdón de los pecados. Cuando el evangelista describe la acción de Jesús sobre los vendedores del Templo con la palabra "expulsión", usa la misma palabra que emplea cuando narra los exorcismos. Y uno no puede dejar de recordar la tentación que puso el diablo a Jesús al llevarlo a la parte más alta del Templo. El Templo se había corrompido y Dios había dejado de habitarlo. Pareciera que el dinero, la compra-venta de la gracia y del perdón, lo habían desplazado. Ahora Dios, que es Amor, habitaba; y en Jesús el pueblo encontraba el amor, la libertad, la misericordia de Dios. En Jesús, Dios restauraba la vida y la dignidad, en Jesús acogía a los que habían sido marginados y rechazados.
 
En la Iglesia, en nosotros, Dios quiere seguir mostrando su imperio y su señorío en los gestos de inclusión, de compasión y de misericordia. Por eso, cuando comprendemos esto, experimentamos a Dios cuando más parece que nos ha abandonado. Sólo se puede sentir abandono de Dios cuando el corazón está herido por los valores de los imperios de este mundo, como el romano, valores de dinero, de poder, de exclusión, de ambición, de prepotencia. Pero a Dios lo experimentamos en la fuerza de su solidaria de su corazón. Jesús esperaba que Jerusalén lo comprendiera. Sin embargo, Jerusalén había entregado ya su corazón al poder y al dinero, y prefirió rechazar al Mesías y darle muerte. En cambio, había decretado ya el triunfo de la Misericordia.

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