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Contemplar la navidad con los ojos de José

El inicio de este pasaje del evangelio es por demás significativo. No se trata sólo de darnos una fecha exacta para el nacimiento de Jesús, que por lo demás no conocemos con precisión. Lo que el texto nos sugiere es algo mucho más profundo, y para poder apreciarlo se requiere de una mirada no sólo atenta, sino ante todo, contemplativa. Veamos.

Primero. Es el emperador, el César, Augusto, quien desencadena las acciones. Él representa el poder dominante, él encarna el deseo de la pax romana que sólo el puede garantizar. Es el símbolo de un sistema que señorea en las sociedades de su tiempo. Nadie por encima del César. Nadie por encima del poder que representa. Tiene la capacidad de poner en movimiento a los hombres y mujeres comunes, ordinarios. Su palabra tiene poder. Por eso vemos a José ponerse en movimiento, él no tiene poder, él pertenece a la clase de los que obedecen. ¿Quién tiene poder hoy en nuestro mundo, en nuestro país, en nuestras sociedades? ¿Quién impera y controla las voluntades de los hombres y mujeres comunes? ¿Quién hoy es capaz de ponernos en movimientos? ¿Qué sistema se arroga hoy el poder?

Segundo. José, como uno de tantos, se pone en movimiento junto con su esposa embarazada. Pero, un momento. José pertenece a la familia de David, por él y por los de su linaje viaja el aval de las promesas mesiánicas; por sus venas late el amor del Dios siempre fiel a su palabra. Y en la entraña de su esposa toma cuerpo el Hijo amado. Toma historia en el seno de María, la historia de un pueblo pequeño y oprimido. Lo sabe el lector del evangelio porque ha contemplado con asombro y reverencia cómo Gabriel, el ángel del Señor, anuncia a la sierva humilde de Nazaret que ella, la llena de gracia, por el poder del Espíritu concebirá al Hijo del Altísimo. En ella, y por ella en su pueblo, hay algo que escapa al control del César. Lo que en ella está creciendo crece por algo que no es la voluntad ni el poder del César.

Tercero. Parece que obedecían al César, él ha desencadenado la acción, cierto, y por esta acción humana el Hijo de Dios hecho hombre, y hombre del pueblo, inscribirá su nombre en el padrón, como uno de tantos, como hijo del Pueblo, de este pueblo que por él será Santo, y lo asumirá como parte de su propio cuerpo. En efecto, Dios encarnado, Dios inscrito en el registro de los hombres para inscribirlos a ellos en el Libro de la Vida. Éste es el Dios en que creemos y tenemos puesta nuestra esperanza: el Dios solidario del género humano y de su historia.

A su manera, el cuarto evangelista nos contará esta realidad con su propia de ver y contar la historia. En el hermoso poema que prologa su evangelio, lo sintetizará así: El Verbo se hizo carne, y plantó su tienda entre nosotros. Todo esto bajo la mirada, los cuidados, y la protección de san José, con quien vamos caminando.

Los evangelios apócrifos narran con exceso de imaginación el nacimiento de Jesús. De buenas a primeras, es lo más lógico que cabría esperar. El Hijo encarnado de Dios no nace todos los días. Hay que subrayar el hecho de la mejor manera. Sólo que llegados a este momento de la narración, san Lucas se muestra más bien parco en detalles. Apenas una cuantas pinceladas bastante desconcertantes, además.

Ahora bien, si el César había mostrado tener poder, Dios muestra ahora su señorío. Uno podría decir que, sin pretenderlo, el emperador cooperó a la realización de los planes de Dios. Que Dios escribe derecho sobre renglones torcidos… Esto tendría sentido si el censo descrito por san Lucas fuera históricamente exacto. Pero no lo fue. Entonces la intención del evangelista es otra, y parece que es la de contrastar al poder terreno con el poder celestial; enfrentar el poder y la autoridad de Roma con el poder y la autoridad de Dios. ¿Cuáles son éstos? Veamos.

Habiendo llegado a Belén, a María le llegó la hora de dar a luz. Y nació Jesús en medio de la noche, en medio de la desesperanza, en un mundo envuelto por las tinieblas del pecado de un poder que se presenta ante los demás como amo y no como esclavo. Pero nace también en medio de la pobreza más lastimosa, fuera de la posada y entre los animales. ¿No podría Dios, con su poder, haber dispuesto un nacimiento más considerado para su hijo? ¿No está, entonces, su poder, por encima del César?

Dos detalles nos da el evangelista sobre la acción de María ante su hijo recién nacido: lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre. Serán también las dos contraseñas que los ángeles del cielo darán a los pastores para reconocer al Niño (Lc 2,12). Y uno se asombra, y dice ¡qué extraño! Este poder que manda ángeles del cielo, ¿no podría haber procurado condiciones más dignas para el nacimiento de Jesús? No parece que san Lucas nos esté aportando datos anecdóticos. Más bien nos está dando a conocer algo del ser de Dios, que se nos revela amarrado e indefenso en el mismo sitio en que los animales meten el hocico.

¿Dónde está, pues, el superior poder de Dios? ¿Puede el César poner en movimiento a pueblos enteros, y complicarle con ello a José y a su esposa el hospedaje en la posada, y Dios no puede hacer nada para remediarlo? Sucede con frecuencia en la vida nuestra de todos los días que nos preguntamos: “¿Dónde está Dios, que no me ayuda? ¿Por qué no quiere ayudarme, si puede hacerlo? ¿Por qué pudo Dios encarnarse y no puede procurarse un espacio digno para nacer?” La escena lucana del nacimiento de Jesús nos da la respuesta. El poder de Dios no es el poder del César. El poder de Dios se llama amor, solidaridad, abajamiento. Dios es Dios en la debilidad. Amarrado ahí donde somos humillados, participa de nuestra humana miseria y se solidariza con nuestra indigencia. En Jesús, Dios asume como propios los dolores de la historia (Mt 25,40.45).

Porque Dios es Dios y no es el César, porque es amor y no poder, porque es humildad y no humillación, no exige hospedaje, sólo toca a la puerta. El libro del Apocalipsis lo describirá elocuentemente: Mira que estoy de pie junto a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20). Dios nunca se impone, siempre se ofrece. No comprender a Dios, no entender el amor con que nos ama nos conduce al trágico destino de cerrarnos a Él, de no darle cabida en nuestra vida. Porque, heridos por los distorsionados deseos de poder, anhelamos mandar y no servir. No aceptamos que la realeza de Dios tenga por trono un establo o una cruz. Porque no había sitio para ellos en la posada. A su modo, el Discípulo Amado hará constar la misma realidad: Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron (Jn 1,11).

Después de haberse puesto en marcha desde Nazaret, José ha desaparecido de la escena. Ha pasado de la acción a la contemplación. ¿Qué puede hacer el hombre cuando Dios se presenta humanado, frágil, débil, amarrado, desprovisto de honor y majestad? ¿Cómo aceptar el misterio, si no es contemplándolo, en silencio en medio de la noche?

Otra interpretación es posible ante la desaparición del protagonismo de José. Ante Dios que actúa, el hombre debe dejarlo actuar. Lo más terrible, además de cerrarle la puerta a Dios, es estorbar su acción. Estorbamos la acción de Dios cuando no sabemos dejar que los débiles, los pequeños, los marginados, como lo eran las mujeres en tiempos de Jesús, tomen su lugar y la iniciativa de la acción. José es el jefe de su familia, pero él no tiene la ternura y la delicadeza de María para envolver al Niño en pañales.

Metámonos en la escena y pongámonos por un momento bajo el manto de José, vistamos sus sandalias, apoyémonos en su cayado de patriarca, o sentémonos sobre la paja y contemplemos al Hijo hecho hombre, amarrado con pañales, recostado en un pesebre, llorando, durmiendo, amamantado por su madre.

¿Qué sientes, José, viendo nacer en estas condiciones al Hijo que el Señor puso bajo tu cuidado y protección? ¿Cómo serle fiel a este Dios, que enfrenta tu impotencia con la suya? ¿Qué podemos comprender de un Dios que así se presenta, como hermano, en medio de los suyos, pobre y rechazado? ¿Cómo es que ésta que ves sea la gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14)? ¿Qué puedes decir en medio de la noche cuando tienes frente a ti a la Palabra por la cual todo llegó a existir, y por la cual Dios nos canta las maravillas de su amor?

Queremos, José, entender el amor de Dios, comprender que es amor que sirve y da la vida, amor que se ofrece y no se impone, amor que llama y espera ser recibido, amor solidario, amor fiel. Hemos caminado contigo, José; hemos llegado a esta gruta siguiendo tus pasos, buscando a tu Hijo, nos hemos puesto en movimiento contigo. Queremos, José, ahora, permanecer contigo en silencio, contemplando, callando, no estorbándole, y dejar que sea tu esposa la que ahora nos envuelva, como al Niño, con su ternura de Madre, después de poner a sus pies, entre flores de nochebuena, nuestro corazón palpitante de alegría y esperanza.

Un abrazo a cada uno.

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