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San José

Mc 14,32-36

Imaginemos la escena bajo la noche clara de la luna llena en el Huerto de los Olivos. Caminan doce hombres, sus pies y sus sandalias cubiertos de polvo. Una pausa. El que va hasta adelante hace una seña y otro tres lo siguen. Continúan avanzando. Otra pausa. Ahora el hombre camina solo. Sabemos su nombre. Lo vemos caer de rodillas, rasgando con sus dedos la tierra. Con dificultad se escapan lágrimas de sus ojos apretados, para confundirse con el sudor sobre su barba, temblorosa, como todo él. Por un momento alcanzamos a ver sus dientes sobre los labios. Su corazón es un tambor que llama a combate. Sabe que va a morir, y se da cuenta, de pronto, que está sintiendo los latidos que tantas veces imaginó. Muchas veces, cuando niño, su madre le narró lo sucedido.

«Fue una noche larga, oscura. Tu padre me despertó sobresaltado, se volvió para fijar su mirada en ti. Después te levantó, con la mano izquierda sobre tu cabeza y la derecha sobre tu cuerpo, te apretó contra su pecho y te envolvió en sus brazos. No lo recuerdas porque eras aún muy pequeño y ni siquiera despertaste. Pero yo vi cómo saltaban las venas de sus manos, y sabía que los latidos de su corazón cantaban en tu oído “no temas, te protejo con mi vida”. Cerró los ojos, tomó aire, y el susurro de su voz valiente cruzó la habitación: “¡Pronto, a Egipto!”»

Entonces terminó de comprender. Pareció como si el tiempo se hubiera detenido, para sacar del baúl del pasado la fuerza para enfrentar su futuro. Sintió una mirada sobre sí y sabía que era de él. No necesitó rasgar el manto de la noche para saber que detrás estaba él. Ya una vez salvó su vida, hoy volvería a salvarla. Y toda su mente y todas sus fuerzas se concentraron en una sola palabra. La palabra que los suyos repetirían una y otra vez, con admiración y respeto, a lo largo de los siglos, transmitida de boca en boca, sabiendo que venía de los labios del Señor. Una sola palabra, que convocó un rostro y una presencia. Abbá. Padre.

Sí, ahí, escondido entre los olivos, viniendo del pasado y desde el presente eterno de Dios, José de Nazaret volvió a tomar a su hijo en sus brazos. Lo levantó del polvo, secó sus ojos, con sus manos ásperas de trabajador, y lo cubrió de besos. Entonces Jesús recordó lo que parecía haber olvidado y que aprendió de la mano de José, que el Señor es Abbá, Papá. Bajo la mirada de José supo que Dios es el que no deja de cuidarnos; de sus brazos aprendió que Dios es el que no deja de protegernos; de sus pies dedujo que Dios es el gran compañero de camino; de su corazón comprendió que Dios es el que siempre nos está amando. En José, Jesús conoció el rostro paternal de Dios, y se supo el Hijo muy amado.

Abbá. Al amparo de esta palabra, a la luz de este rostro, al calor de esta presencia que se desbordaba a sí misma para revelar a Dios, Jesús aspiró profundamente, contuvo el aire, y exhaló el miedo; aspiró nuevamente, se llenó del Espíritu, volvió el rostro al cielo, abrió los ojos, y exclamó, trémulo de emoción: ¡Abbá! ¡Padre, que no sea como yo quiero, sino como quieres tú!

Sabemos lo que pasó después. La cuaresma nos prepara para conmemorarlo. Por ahora, en este contexto, conviene no perder de vista a aquel carpintero de Nazaret, que con el fiel y esmerado ejercicio de su paternidad, colaboró y dejo su huella en el gran misterio de la salvación. Sin José no se explica el Abbá en los labios de Jesús; sin José no habría experiencia amorosa directa de la cual deducir que Dios ama con amor de Padre; sin José, Abbá no tendría resonancia en el corazón de Jesús, mucho menos en el nuestro. Pero José amó siempre al hijo que Dios le encomendó. Por eso aun allí, en el centro del misterio salvífico de la pasión de Jesús, estuvo José cumpliendo la misión que Dios le confió: ser para su hijo, rostro y nombre de Dios.

Desde Joliet, Illinois, saludos afectuosos a quienes llevan el nombre del Carpintero de Nazaret.

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