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Noche de Jueves Santo

Jn 13,1-15
Desde siempre la hemos llamado "la última cena"; pero casi desde siempre la hemos considerado "la única cena", aquella cena o banquete en que Jesús instituyó la Eucaristía, su presencia real en el pan y en el vino. Lo cierto es que estrictamente hablando ni fue la última ni mucho menos la única. Tampoco hubo una institución formal. Lo que hubo fue una cena de despedida.
Muchas veces comió Jesús con sus amigos; muchas veces y de muy especial manera, tan especial, que Jesús era conocido por sus comidas, por su manera de comer, por sentarse siempre a una mesa vestida con manteles de fiesta; por su mesa siempre con un lugar puesto para quien había sido rechazado de otra conmida; por sus manos de trabajador que se llevaban sin vergüenza el pan a la boca ganado con el sudor; por partir su pan y compartirlo con los suyos; por su vino, que siempre hizo de cada comida una fiesta llena de vida y de alegría; por su comida siempre acompañada de historias bellas que hablaban del amor de Papá Dios; porque siempre que comía hablaba del cielo, y hablaba de él como de un banquete, donde Dios salía a recibir a sus hijos y les lavaba los pies, como lo hace un esclavo con su amo.
Los evangelios nos hablan de comidas que el Señor Resucitado compartió con sus discípulos tras la pascua. ¿Qué fue lo que pasó, entonces, aquella noche antes de la muerte de Jesús? Un gesto y unas palabras que lo sintetizaron todo. Como cada vez que comía, Jesús tomó pan, bendijo a Dios y lo partió para darlo a sus amigos; lo especial fueron las palabras que añadió al gesto de partir el pan: "Esto es mi cuerpo"; y luego pasó la copa llena de vino diciendo: "Ésta es mi sangre". Lo dijo todo como diciendo: "Ésta es mi vida".
No lo comprendieron entonces, aquella noche. Los amigos de Jesús lo entendieron poco a poco, a fuerza de recordar los gestos y las palabras del Maestro a la luz de su vida entera.Toda la vida de Jesús fue un continuo bendecir a Dios, tomar su vida, su tiempo, para darse y compartirse como fuerza a tantos hombres y mujeres hambrientos de Dios, de su vida, su fuerza, su esperanza; darse y compartirse como vida y alegría para tantos hombres y mujeres sedientos de dignidad y humanización. Su vida no era sin más pan y vino, sino pan y vino bendecidos, agradecidos y compartidos.
Quienes lo mataron creyeron que triunfaban sobre Jesús. Pero Él sabía que no era así. Lo dijo esa misma noche: "Nadie me quita la vida, la doy porque yo quiero." Desde estas palabras y estos gestos habrá que leer el misterio de la cruz. Jesús murió como vivió: dando vida, su vida, vida de Dios, del hombre Dios; vida de Dios al hombre para que en la plenitud de su humanidad el ser humano se descubra Dios. Dio su vida como servidor, como esclavo, por eso lavó los pies. Jesús no se lavó las manos antes de comer la cena de Pascua, como hacían los judíos, porque la vida y el trabajo del hombre no puede manchar o contaminar a Dios. Jesús lavó los pies de sus discípulos, como esclavo, porque Dios quiere el descanso y la vida de sus hijos.
Y eso pidió esa noche: hacer lo mismo, recordar la entrega de su vida, partir y compartir pan y vino como sacramento de la presencia de Dios en su vida, reoconocer la presencia de Dios en la vida de Jesús, en su entrega plena y generosa hasta el final, por amor; repetir entre nosotros el servicio que Él nos dio con la solicitud del hermano, con la humildad del esclavo; amarnos como Él nos amó: hasta el extremo. De modo que sin amor, sin entrega de vida, sin lavarnos los pies no puede haber eucaristía. Dicen hoy los médicos que somos lo que comemos. Comer a Jesús nos vuelve Jesús, que parte su pan, comparte su vino y lava los pies de quienes en esta vida por fin, una noche, dejan de ser "nadie" para sentarse a la mesa de Dios como señores, y saborear el pan y el vino de Vida que sabe a eternidad.

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