Lucas 23,35-43
Se llamaba Ruy Díaz, y junto a su nombre hizo famoso el nombre de la tierra que lo vio nacer: Vivar. Sidi, lo llamaron en árabe. Señor. Sidi campeador, porque nadie como él para la batalla en campo abierto.
—Ruy Díaz—, se presentó a sí mismo un soldado. En la versión de Arturo Pérez Reverte, Sidi.
—¿De Vivar?—, le pruguntó.
—De Vivar.
Mil años, otro hombre hizo famoso junto al suyo el nombre de su tierra: Jesús de Nazaret. Pronto fue conocido como Señor. Señor e Hijo de Dios, porque nadie como él para transparentar a su pueblo el tierno y amoroso rostro de Dios. Ambos fueron grandes, por razones diferentes y con distinta grandeza.
El Cid fue siempre leal con su rey, a pesar del injusto destierro, que lo alejó de doña Jimena, su esposa, y de sus hijas. Jesús fue siempre leal al Padre. El Cid reservaba siempre, a pesar del destierro, la quinta parte del botín de su señor. Jesús siempre reservó algo de su corazón y de su tiempo para hablar con el Padre, para hablar de Él. Sidi negociaba la paga de sus soldados, Jesús siempre se preocupó de la salvación de su pueblo, de su hambre y de sus dolores.
El Cid estuvo siempre dispuesto a morir, y a morir sin rechistar “que para eso nos pagan; pero vivos y vencedores somos más útiles.” Jesús también estuvo dispuesto a morir. Sin que le pagaran, sólo por ser fiel a sus convicciones. Pero mientras el Cid estuvo dispuesto a matar, Jesús sólo estuvo dispuesto a dar vida. Los reyes con los que tuvo que tratar Ruy Díaz se medían en número de dinero y de soldados; comprar ejércitos y voluntades, dominar territorios, establecer señoríos. Sidi arriegó su vida, y por eso cobraba. Jesús fue libre; sin dinero, pero sin venderse; sin armas, pero sin doblegarse; el poder que le importaba era el poder curar, el poder ayudar, el poder perdonar, el poder salvar, el poder amar. Y hacerlo gratuitamente, por su misma libertad.
Un soldado del Sidi de Pérez Reverte se encolerizó y mató a un compañero suyo, sarraceno, cuando trabajaban para el rey de Zaragoza. Hubo que hacer justicia. El Cid hizo justicia. Ajustició al asesino, primero le cortó las manos. Frente al criminal crucificado junto a él, Jesús le hizo justicia, lo justificó. El criminal pidió ser recordado, Jesús no le dio sólo un recuerdo, le regaló el paraíso.
“Eres un hombre extraño, Sidi”, respondió el Cid a su contraparte, rais Yaqub, el jefe miliar del rey de Zaragoza, cuando a la hora de la oración, el Cid le ofreció privacidad para orar, para inmediatamente pedirle acompañarlo. Sorprendido, el rais aceptó. Le sorprendió que conociera las abluciones, las oraciones, los movimientos sincronizados, bien orientados. “Soy un hombre de frontera”, respondió el Campeador. También Jesús era un hombre de frontera, inclusivo, desprejuiciado, humano, libre. Y en eso mostró la soberanía de Dios y de su reino.
En el mundo del Sidi, la gloria era el triunfo, el botín, la conquista, la expansión de terrenos. Para Jesús, la gloria es nuestra vida sin hambre, sin sed, sin frío ni dolor. Para Jesús, el reino es la misericordia, la ternura, la compasión, la gratuidad, la justificación. la fraternidad. En el mundo del Cid, tiene poder el que somete; en el mundo de Jesús, el poder es para liberar. Sin libertad, no hay dignidad humana. El Cid y Jesús tienen en común que han ganado batallas después de muerto. El Cid a lomos de Babieca; Jesús, a hombros de misericordia, por encima de la muerte.

Aún somos un país machista. Hemos dicho que detrás de un gran hombre está una gran mujer. Pero eso es negar el reinado de Dios. Dios reina cuando no hay uno adelante y otro atrás, Dios reina cuando estamos juntos, como escribía Benedetti: “en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”. Mucho más que dos. Sólo es posible, cuando Dios reina.
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