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Tocar su Carne

Lucas 24,35-48

Parece casi un ligador profesional, Merlí; un seductor incorregible; uno no sabe si censurarlo o tenerle envidia. A la joven maestra de inglés, Laia,  a quien antes ha dicho que las mujeres jóvenes como ella necesitan andar con hombres mayores, le pide, cuando ésta manifiesta sus reservas frente a un previsible acto de infidelidad, dejar lo que él llama ¡“la culpa judeocristiana”!, de la que piensa, igual que Mafalda, que se trata de alguien ajeno a uno mismo. Un día Mafalda dijo, consternada, a su mamá: “Tomá, pensaba quedarme con el vuelto de la panadería para comprarme caramelos, pero no pude.” Después, airada, prosiguió: “¡Y todo por el maldito inquilino que empezó con que eso está muy mal, y que eso no se hace, y qué se yo!” “¿Inquilino?, ¿qué inquilino?”, preguntó su madre. “Ese que uno tiene adentro”, respondió ella. 

No me quiero imaginar lo que hubiera respondido a Merlí Bárbara Andrade, que de Dios goza (murió en el 2014), de la que un compañero vicentino decía que se parecía a Ginger, de Pollitos en fuga, con ojos azules. Teóloga de origen alemán, que mientras estudiaba literatura en Estados Unidos, conoció a un mexicano, se casó con él y se vinieron a vivir a México, donde estudió la teología y dio clases; aunque consiguió su doctorado en Alemania. 

Recuerdo con claridad varias de sus clases; hoy en particular una, aquella en la que tan tranquila dijo que sólo conocemos el pecado una vez que ha sido perdonado. Lo propio de la tradición religiosa judeocristiana, al menos desde la Biblia, no es la culpa, sino la experiencia de salvación, de perdón, que nos re-crea una y otra vez, tantas como sea necesario. En Jesús, no hay amenazas de juicio y mucho menos de condena. Lo que hay siempre es amor y bondad, gracia absoluta. Decía Timothy Radcliffe, comentando la frase de Jesús al criminal crucificado junto a él, su vecino de muerte, “hoy estarás conmigo en el paraíso”, que Dios tiene un sentido del tiempo completamente distinto del que nosotros tenemos. Todavía no resucita y ya está el criminal en el paraíso; primero nos perdona y luego pecamos. Porque así es la gracia. Es la gracia, no el pecado, lo primero, lo que nos define, lo que va delante y marca la pauta del sentido en la historia. Y aunque a lo largo de la historia algunos nos hayan acentuado el peso de la culpa y de la angustia frente al pecado, lo cierto es que en la Escritura, particularmente en el Nuevo Testamento, pecado y perdón vienen unidos. 

En La carta esférica, de Arturo Pérez Reverte, Tánger Soto y Coy buscan su barco hundido hace más de dos siglos según las coordenadas registradas al momento de su hundimiento. Pero la manera de medir las coordenadas entonces no eran las mismas de hoy, según el meridiano de Greenwich, así que consiguen el mapa de la época, hacen los cálculos pertinentes para ubicar el lugar de naufragio en el sistema actual, pero no encuentran nada. Deciden consultar a un maestro cartógrafo, que por cierto entonces nos enteramos que es la voz narradora de la novela, quien revisa los cálculos y se da cuenta que están bien hechos. Como de pasada, pregunta a los buscadores del tesoro qué clase de barco es; “uno jesuita”, le responde Coy. Entonces el maestro les pide llevarlo a comer. Se ha ganado, les dice, una buena comida con un buen vino: los jesuitas entonces tenían su propio meridiano, para ocultar sus ubicaciones a sus enemigos. 

Así nos pasa. Si en el mapa de nuestra vida la referencia es el pecado, el miedo, la culpa, porque más que busquemos no encontraremos a Dios  y perderemos el tiempo como quien da palos al aire. A lo más, llegaremos a toparnos con un fantasma, es decir, un ser sin consistencia que sólo nos provoca miedo y angustia. Como pasó a los discípulos frente a Jesús Resucitado. Será Jesús mismo quien les pida acercarse a Él, tocarlo, palparlo, tener con él una experiencia cuerpo a cuerpo, para que se convenzan de su verdad. La referencia es el amor. Por eso lo primero es la gracia y el perdón. El perdón por gracia, por el amor y la bondad inagotable de Dios, que nos creo de la nada. 

Sucede como con los niños que empiezan a andar en bicicleta, si tienen miedo seguro no aprenderán; si les dejamos que les gane el miedo de la primera caída, aventarán la bicicleta y ahí terminará la aventura: seguro no se caerán, pero seguro que tampoco llegarán a ninguna meta ni ganarán ninguna carrera. Tienen que confiar en que se puede. Es lo que Dios nos pide, una fe total en Él; es decir, una absoluta e irrestricta confianza en Él, en su amor que no falla ni traiciona, y aunque vengan las caídas, el amor de antemano nos dice que nos levantará de todas ellas. 

Lo triste es cuando hacemos del perdón de Dios una caricatura. Me pasa cuando confieso niños, que me leen el inventario de sus travesuras, según el dictado de sus padres, y lo hacen de manera mecánica y rutinaria. Una vez me pasó con un niño. Cuando terminó, le pedí que rezara en voz alta el acto de contrición, Y entonces comenzó a gemir cada vez más alto y más lastimosamente, ¡no se lo sabía! Frente a la sinceridad de este dolor, le di la absolución. Con los niños da risa; con los adultos da miedo. Decía Bárbara Andrade que el otro nos regala nuestra verdadera identidad porque hemos sido hechos para el encuentro y para la comunión. Y así, si nuestra identidad está cimentada en el amor que hemos recibido de Dios, comunicaremos este amor, a pesar de nuestros errores y tropiezos. Pero hay otros que ponen su identidad en el poder o en la riqueza, y para ello no les importa robar y matar. Piensan tener más, pero terminan siendo menos, deshumanizados, enanos de humanidad, a expensas de una víctima que tiene frente a sí la disyuntiva de dejarse marcar por el pecado de su victimario o, como Jesús en la cruz, ante su fracaso humano en la predicación del Reino de Dios, seguir confiando hasta el final en el Dios del Reino y en su amor inagotablemente fiel.

Por eso el perdón nos iguala con Dios y muestra la consistencia de nuestra identidad y del amor que la sostiene. Renunciando al rencor y apostando por el perdón, la víctima se confía plenamente en las manos de Dios y lo experimenta como Aquel que levantó a Jesús de entre los muertos y le hizo justicia, y hace visible al tiempo que experimenta su propia salvación. El problema es para el victimario, cuya salvación depende del perdón de la víctima, que es el canal para recibir la misericordia de Dios. El que pone el amor de Dios como el centro de su vida se puede convertir, orientar hacia el amor, no necesita mentir porque no tiene nada que ocultar, se sabe incondicionalmente amado; el que pone el amor de Dios como la referencia no necesita robar: nada de lo que tenga puede aumentar el amor que Dios siente por él, pues Dios lo ama porque es bueno, no porque haya vendido su amor.

Por eso Jesús invita a palparlo, a sentirlo, a comer con Él, lo mismo que Él lo mismo que nosotros: los peces de nuestros miedos, de nuestros abandonos, de nuestros dolores, de la misma muerte. Pero la invitación a tener una experiencia cuerpo a cuerpo con Él, cara a cara, corazón a corazón, nos da la oportunidad de palpar su carne en la humanidad de nuestros hermanos, de abrirnos al encuentro y a la vivificante y humanizadora experiencia de la mesa abierta en que se comparten la vida y la comida. Ahí experimentamos la consistencia y la solidez del amor con que nosotros mismos hemos sido amados. Así que es bueno plantarnos frente a Dios y, como Jacob en su día, decirle a la cara: “¡no te soltaré hasta que me bendigas!”

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