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Quitarse los miedos

Juan 20,19-31

Parece que habla de miedos, pero también habla de dudas, este relato del Cuarto Evangelio. Los discípulos encerrados por miedo. A los judíos, subraya la narración, un miedo lógico, si pensamos que a Jesús, su Amigo y su Maestro lo han matado en una cruz, con todo lo que eso significa, hacía apenas un par de días de días atrás. Como discípulos, corren el mismo peligro que su Maestro; además, se encuentran en Jerusalén, donde ellos como Galileos son mal vistos. Basta recordar el comentario de Natanael cuando escuchó de Felipe que había encontrado al Mesías, que era Jesús, el hijo de José, de Nazaret, y la primera respuesta de Natanael fue: “¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno?” El miedo, entonces, está justificado, es comprensible. Pero no es aceptable; el miedo asfixia, el encierro mata.

Lo único que destruye el miedo y puede sacar a los discípulos de su encierro es la presencia de Jesús resucitado en medio de ellos, no como alucinación ni como un fantasma. Es tres veces elocuente la presencia de Jesús resucitado: porque muestra los signos de su muerte en la cruz, las heridas de sus manos y sus pies, su costado abierto; porque está de pie, no sólo vivo, sino exaltado, glorificado, como víctima recuperada y ha recibido justicia; porque regala la paz; tres veces en el texto Jesús ofrece la paz a los suyos. No es simplemente el saludo: ¡Shalom!, como quien dice: ¡qué tal, muchacho!, ¿cómo están? Lo primero que ofrece es la paz. Es la paz que surge de la libertad y del amor llevado al extremo. La paz que excluye miedos, dudas y rencores, pero no evita el dolor ni la muerte. La paz que viene de haber confiado en Dios, a pesar de los miedos y de las dudas, que todos tenemos.

Esto de estar encerrados y tener miedo es también una imagen muy visible de lo que vivimos como personas, como familias, como Iglesia, como sociedad. Pienso en la controvertida reforma a la Ley General de Salud que, cambia el estatus de cada persona para hacernos a todos por principio donadores de órganos. He escuchado diferentes comentarios, y por las redes sociales circulan muchos más, sobre el hecho de que el Gobierno se ha robado nuestros cuerpos; que se han socializado los cadáveres; que al morir en automático nos despojarán de nuestros órganos; que a los médicos ya no les va a importar salvarnos la vida, sino dejarnos morir para que se lleven nuestros órganos; que seguro los van a vender y la ley sólo provocará el comercio de órganos, etc. El fondo creo que detrás hay miedo. Nos imaginamos muertos, nos imaginamos sin nuestros órganos y nos da miedo. Algunos les da miedo que llegue el último día y no puedan resucitar porque ya no tendrán su cuerpo completo; y por eso misma razón tampoco aceptan la cremación, porque además les da miedo sentir el fuego aun estando ya muertos. La resurrección es exaltación a la vida en Dios, no la resucitación de un cadáver.

Habría que contemplar a Jesús, Mesías crucificado y Señor exaltado para vencer al miedo de amar al extremo. En Jesús de Montreal, película canadiense de los años 80, un párroco quiere actualizar la versión del viacrucis de Semana Santa. Elige a un grupo de actores para ello, y quien encarna el personaje de Jesús, sin pretenderlo, desarrolla una historia paralela a la del evangelio. Al final también muere de manera trágica en la cruz. Pero el evangelio no termina en la cruz, sino en la resurrección, y la película tampoco termina en la muerte. Los diferentes órganos del Jesús del siglo XX son donados a pacientes que los necesitaban. La donación es resurrección. Pero nos sigue dando miedo amar hasta el extremo.

Si hemos llegado a la necesidad de este cambio en la ley es porque no hemos respondido como ciudadanía a las diferentes campañas de concientización sobre la donación de órganos. Al día de hoy, y esto es lo primero que hay que ver, porque es el problema a resolver, en México casi 22 mil personas están en espera de la donación de un órgano. No es una espera de mercado, es un asunto de vida o muerte. Preferimos quemar órganos o enterrarlos antes que ofrecerlos, en un generoso acto de amor, a jóvenes que los necesitan para que el futuro no sea una broma de mal gusto; padres o madres de familia, que se aferran a la esperanza de una donación que les permita seguir trabajando para sacar adelante a su familia. Pero seguimos pensando sólo en nosotros, y en nuestros miedos. Entiendo, y lo he constatado con médicos y abogados, que la reforma no es tan simplona como la han presentado algunos. Si a pesar de todo no queremos donar nuestros órganos, basta expresarlo por escrito de manera pública o privada y listo. Se respeta la libertad. Si no hay negativa expresa, tampoco la donación es automática, hay una serie de procedimientos médicos y legales a fin de determinar de si los órganos son idóneos para donación.

Hay otro asunto que me espanta. Uno de nuestros jóvenes seminaristas que replica en sus redes sociales una carta pública de un joven al Papa Francisco diciéndole que los jóvenes quieren un regreso a la tradición, y junto con ella comparte más de seiscientas fotos de la vida de la Iglesia antes del concilio Vaticano II, convocado por el Papa Juan XXIII, canonizado por Francisco un día como hoy, Domingo de la Misericordia, hace tres años. No sé qué me espanta más, si que lo comparta un joven que aspira a ser josefino, o que haya personas, jóvenes entre ellos, que suspiren por el latín y por el fasto y pidan volver a lo que llaman la tradición, sabiendo que la verdadera Tradición no es continuidad con el pasado sino la vida misma de la Iglesia arraigada en Jesús y en el Evangelio. En el fondo, creo que se trata de miedo. Miedo al mundo, miedo a la modernidad, miedo a confrontarse con el evangelio, miedo a compartir la mesa con los pobres y los excluidos, miedo a la risa y a la alegría, miedo a una vida en la que no todo está resuelto. Es más fácil sentarse en la iglesia, distraerse con las imágenes, abrir la boca y comulgar y rezar el rosario, que entrar en comunión con Jesús y con la Iglesia, compartir sus opciones, sus pasiones y, por supuesto, su destino de cruz. Es fácil replegarse, como los discípulos y encerrarnos en el templo; lo difícil es salir y llevar el evangelio. Jesús resucitado no dijo a los suyos, ¡bien, muchachos, sigan aquí encerrados! La indicación fue la contraria: “Como el Padre me envió, ¡así los envío yo!” La Iglesia tiene que salir, el Papa Francisco ha insistido en ello: “Prefiero una Iglesia accidentada en la calle, que una Iglesia enferma encerrada en sí misma” Y con insistencia pide: ¡no encerrar el Espíritu, que es el gran don del Resucitado!

Hay miedos y hay dudas. En un caso o en otro, el encierro es válido en tanto sirva para encontrarnos con el Señor Resucitado. Es bueno entrar de vez en cuando en nosotros mismos para palpar nuestros miedos, para palpar la presencia del Señor en medio de nuestras vidas, para sentir las marcas de la cruz y experimentarlo vivo, para desterrar el miedo, para abrir la puerta, para salir a vivir el evangelio. Para ser como la risa, la verdadera, no la falsa. En Drácula, la célebre novela de Bram Stoker, el Dr. Van Helsing explica al Dr. Sward el porqué de una risa suya en apariencia inoportuna e inexplicable: “(La risa) es una reina que viene y va. No le pregunta a nadie, no elige los momentos adecuados (...), la Reina Risa viene a mí y me grita al oído: ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!, hasta que la sangre regresa y trae a mis mejillas un poco de la luz del sol que siempre lleva consigo.” La otra, la que pide permiso, la que no sabe si puede entrar o no, es una risa falsa. El discípulo encerrado es un discípulo falso. Discípulo verdadero es el que, después de contemplar a Jesús, deja atrás miedos y dudas y se avienta a lo que Diego Torres expresa muy poéticamente:

Saber que se puede, querer que se pueda.
Quitarse los miedos, sacarlos afuera.
Pintarse la cara color esperanza.
Tentar el futuro con el corazón.



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