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El Profeta de Nazaret, y el profeta de la Iglesia

Jeremías 1,4-5;17-19; 1 Cor 12,31-13,13; Lucas 4,14-30

Aunque la verdad de esto en realidad es un secreto, se cuenta que en abril de 2004, en el Cónclave que eligió al sucesor de Juan Pablo II, los cardenales se aglutinaron en torno a dos candidatos, sendos representantes de los ideales de Iglesia conservadora e Iglesia progresista, los cardenales Joseph Ratzinger y Carlo María Martini, respectivamente; el primero, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe; y el segundo, jesuita, biblista y Arzobispo de Milán. Pero Martini estaba enfermo de Parkinson, lo mismo que Juan Pablo II, y sus simpatías se habrían desplazado hacia su correligionario, el también jesuita cardenal Arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, quien en alguna de las rondas de votación habría decidido retirar su nombre de la contienda; no parecía entonces que fuera a ganar. Alguno de los cardenales le preguntó que pasaba. Respondió el Cardenal Bergoglio: "No sé. Sentí miedo."

Cuentan que cuando el Cardenal Bergoglio partió a Roma para el cónclave tras la dimisión de Benedicto XVI, estaba tan seguro de no ser electo, que no sólo llevaba ya la reservación de su vuelo de regreso, sino que hasta había dejado lista sobre su escritorio la homilía para el Domingo de Ramos siguiente. Antes de partir, le preguntó uno de sus colaboradores qué pasaría si ahora era elegido. El Arzobispo le respondió: "Ahora sí sabría qué hacer."

Desde la elección de su nombre, Francisco ha dado signos de renovación; algunos medios señalaron casi de inmediato que el nuevo Papa no utilizó los tradicionales zapatos rojos, sino que conservó sus viejos y cansados zapatos negros, los mismos con los que recorrió los barrios pobres de Buenos Aires, los mismos con los que entró a las casas de la gente marginada para la cual la misericordia de Dios le pidió ser pastor y padre. Los zapatos que sólo se quitó para entrar con el pie descalzo en el corazón herido de la humanidad sufriente. 

El rito del lavatorio de los pies era litúrgicamente un rito para varones. Por tradición, el Papa lavaba los pies a sacerdotes, quienes "mejor" representaban a los Doce Apóstoles. En su primer Jueves Santo como Obispo de Roma, Francisco lavó los pies a doce personas que mejor representaban el gesto de Jesús de lavar los pecados del mundo: doce presos. Pero la universalidad de la misericordia de Jesús se hizo más visible aun en el hecho de que, entre los doce presos, había dos mujeres, una de ellas musulmana.

Diego nació niña, en España. Después de la muerte de su madre, ya adulta, se sometió a una operación para cambiar de género. Cuando la vio, su párroco la llamó en la calle "hija del diablo". Alentado por los discursos y mensajes que había escuchado de Francisco, Diego le escribió y le hizo llegar una carta por medio de su Obispo. A los pocos días, el Papa llamó por teléfono a Diego y personalmente lo invitó a visitarlo en el Vaticano. Francisco afirmó a Diego: "¡Claro que eres hijo de la Iglesia!"

Un día dijo Miguelito a Mafalda: "Comprensión y respeto. Eso es lo importante para convivir con los demás. Y, sobre todo, ¿sabes qué? No creer que uno es mejor que nadie." Mafalda lo escuchaba complacida. Continuó Miguelito: "Porque así como hay mucha gente que puede a mí no gustarme... Es lógico suponer que también yo puedo no gustarle a un montón de imbéciles." El discurso de Francisco es esperanzador, sus gestos son incluyentes, y esto gusta, como gusta que el Papa detenga el papamóvil para abrazar y besar a un niño, y uno dice: "¡qué hombre tan más tierno!" Pero el discurso y los gestos se vuelven incómodos cuando nos interpelan, cuando nos pasan la estafeta de la misericordia, y nos damos cuenta que es a nosotros a quienes toca practicar la compasión y la misericordia. Otras veces nos incomodan y nos molestan los alcances sociales del discurso del Evangelio y de Francisco.

"Molesta -dice Francisco-, que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un compromiso por la justicia." A Jesús también le sucedió. Cuando volvió a Nazaret y leyó en su pueblo el texto de Isaías, causó alegría y esperanza, leyendo en voz alta: "El Espíritu del Señor está sobre mí y me ungido y me ha enviado para dar luz a los ciegos, libertad a los cautivos; para liberar a los oprimidos y anunciar un año de gracia, el perdón de las deudas". Después comentó: "Esta Escritura se ha cumplido hoy." A la alegría sucedió el desconcierto y luego la molestia: "¿Y el día de venganza del Señor?, ¿por qué Jesús se brincó esa parte, por qué enrolló el volumen sin anunciar el día de la venganza?", se preguntaría la gente de Nazaret.

Ellos formaban parte del pueblo elegido. ¿Por qué no anunciar la venganza contra Roma? Ellos eran el pueblo de Yahvé, ¿por qué seguir esperando el momento de imponer su superioridad a los otros pueblos? ¿Qué no tendrían que ser ellos los señores de la tierra? Jesús dejó en claro la misericordia universal de Dios. Israel estaba destinado a ser semilla de unidad, no de sometimiento. Por eso el favor de Dios a la viuda de Sarepta y al sirio Naamán. La gente prefirió sacar a Jesús y luego lo subieron a un monte para despeñarlo, pero Jesús pasó en medio de ellos. Más tarde, nuevamente lo sacarán de la ciudad, esta vez de Jerusalén, lo subirán al Gólgota, lo crucificarán; pero el Señor resucitado caminará entre ellos mirándolos con la misma misericordia de siempre. 

Existe en música el contracanto o contrapunto, una técnica en la que dos puntos se corresponden, aunque tejiendo cada uno una melodía distinta, ambas armónicamente entrelazadas. Pareciera que en el corazón de Jesús, lo mismo que en el del Papa Francisco, resonara un contrapunto con las lecturas de la Escritura de este domingo; ojalá que el mismo contrapunto se escuchara en el corazón de cada creyente cuando siente el miedo de vivir y de anunciar el evangelio. Por un lado, la Palabra del Señor a Jeremías: "Yo hago de ti una ciudad fortificada, columna de hierro, muralla de bronce; lucharán contra ti, pero no te vencerán." Y por otro, el canto de Pablo a los cristianos de Corinto: "El amor todo lo cree, todo lo espera, todo lo perdona, todo lo resiste; tres fuerzas hay en el corazón: la fe, la esperanza y el amor; y la más fuerte, la que nunca termina, es el amor."



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