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Bautizados en Jesús, hijos de Dios

Lucas 3,15-22

Un día se paró Miguelito en un estrado, teniendo como audiencia a sus amigos: Libertad, Mafalda, Felipe, Susanita y Manolito. Los arengó: "¡Los cuentos para chicos no están escritos por chicos, sino por gente grande!" "¡¡Es una vergüenza!!", contestaron en coro. Continuó Miguelito: "Tampoco los juguetes ni las golosinas, ni la ropa, ni nada de lo que es para nosotros está hecho por nosotros, sino por gente grande!" "¡Comercian con nosotros!", respondieron. "¿Por qué tenemos que seguir aguantando esto?" "¡Eso! ¿Por qué?" "Sencillamente porque tampoco nosotros estamos hechos por nosotros, sino por gente grande..." Y tristes los amigos se fueron. Derrotado, Miguelito pensó para sí: "Demasiado sincero para ser líder."

El mensaje de este domingo, en que recordamos y celebramos el bautismo de Jesús, es esto mismo: en nuestra pequeñez, descubrimos que no estamos hechos por nosotros mismos, sino por alguien grande: por el Padre, que todo lo ha creado y de quien procede toda vida. Lo mismo que Jesús, por nuestro bautismo, ¡somos hijos de Dios! A algunos, aún dentro de la Iglesia, esta afirmación les ha parecido fuerte, y han tratado de suavizarla haciéndonos hijos adoptivos, pero ésta es mera opinión suya, la Escritura nos llama "hijos de Dios", sin límites ni menoscabos. 

En Corazón tan blanco, novela del español Javier Marías, Juan Ranz cuenta su historia y la de sus padres. Su padre se casó con una de dos hermanas, llamada Teresa. Pero Teresa se suicidó al volver de la luna de miel; con el paso del tiempo, Ranz se casó con la hermana de su difunta esposa, Juana. Juan, el hijo de ambos, llamará a Teresa su "imposible tía". No es su tía, porque ha muerto; y si viviera no sería su tía, sino su madre. Algunos piensan que Dios es nuestro padre "imposible"; les parece que es imposible que seamos hijos de Dios, porque no creen que nosotros tan pequeños seamos hijos de Aquel que existe desde siempre y para siempre. Otros piensan simplemente que es imposible que exista Dios. La verdad, bien pensado, es que lo imposible es lo contrario. Lo imposible es que la vida, la conciencia y el amor sean resultado del azar o de una reacción química. Es verdad, mirando el universo hasta donde alcanzamos a imaginar su infinito, sería improbable, por no decir imposible, que se diera la vida humana y, sin embargo, aquí estamos. Lo que parecía imposible se volvió posible gracias al infinito amor de Dios, que es nuestro padre. 
Pero  la escena del bautismo nos regala otra aparente "imposibilidad": el cielo abierto. El bautismo no sólo habla de nuestro verdadero nacimiento, y nuestra incorporación a la familia de los hijos de Dios. El bautismo nos invita a creer en el cielo y a esperarlo como una casa de puertas abiertas. No sólo somos hijos de Dios, entre el bautismo y nuestra llegada al cielo, estamos invitados a hacernos hijos de Dios; estamos invitados a descubrir que nos hacemos hijos de Dios en la medida en que vivimos como Jesús, en la medida en que, como Jesús, pasamos por la vida y por la historia haciendo el bien, ejercitando la mirada compasiva y los gestos de misericordia. Y en la medida en que imaginamos, vislumbramos, soñamos el cielo abierto.

Es emblemática la figura del Dr Martin Luther King. Pocos se habrían atrevido a creer en su momento que la igualdad entre blancos y negros sería legalmente reconocida y defendida. Luther King lo creyó. Él no era un matemático, no presentó un cálculo estadístico de probabilidades; tampoco era un empresario, no presentó al mundo un proyecto rentable. El Dr. Luther King era un pastor, un hombre de fe, un creyente. Como creyente e hijo de Dios, presentó un sueño, "Tengo un sueño", comunicó al mundo en uno de los discursos más célebres de la historia. El futuro se sueña, se cree en él y se lucha para hacerlo realidad. Como Jesús, que soñó el reino de Dios. 

Si de verdad somos hijos de Dios, tenemos que parecernos a nuestro Padre. Compartimos con él la capacidad de soñar y de crear; la capacidad de curar, de incluir, de ser misericordiosos, de hacer del futuro una realidad más allá de nuestros límites. El cielo abierto invita a confiar en Dios, que es más grande que nosotros, a confiar en sus fuerzas, más que en las nuestras; a romper los límites del egoísmo, pero también de la cobardía, del conformismo y de la mediocridad. El bautismo invita a caminar y soñar hasta llegar ahí, al lugar donde lo imposible se vuelve posible, al cielo abierto, a la Casa del Dios, que nos ha ungido con su Espíritu, gracias al cual podemos llamarlo Padre. Suyos son
la gloria y el honor por los siglos de los siglos.

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