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San Pablo


Me cae bien san Pablo. Y eso significa que lo admiro, un gran maestro y un gran discípulo. Llegó a ser un gran rabino en judaísmo farisaico porque seguramente fue un alumno disciplinado y exigente consigo mismo. Basta leer cualquiera de sus cartas para comprobar su conocimiento de la Escritura. Y eso me gusta de él. Habiendo nacido fuera de la zona de Palestina, supo de Jesús como muchos otros por lo que contaron de él otros judíos de la diáspora que fueron testigos de la muerte de Jesús en la cruz, y probablemente también de su resurrección. No les creyó. Él mismo cuenta cómo persiguió a la comunidad cristiana de Damasco. Estamos acostumbrados a imaginarlo con la espada matando cristianos. Parece que más bien polemizaba con ellos en la sinagoga, quizá con cierta ironía.
 
Imaginamos su conversión también de manera aparatosa, con caída de caballo incluida, pero por lo que cuenta de sí mismo parece que su vocación fue más humilde aunque no por ello menos espectacular. Quizá a medida que estudiaba más las Escrituras para rebatir a los cristianos; poco a poco el Espíritu del Señor fue haciéndose presente como una inmensa luz que le hizo comprender que eran ellos, sus perseguidos, quienes tenían razón, entendió que las Escrituras revelaban la plenitud de su sentido cuando eran leídas a la luz de aquel Jesús del cual se burlaba. Entonces se sintió ciego, y supo que necesitaba de la guía de los seguidores de Jesús. Pidió el bautismo y se retiró a encontrarse de lleno con Jesús, a conocerlo, a experimentarlo durante tres años de estudio y oración. Después, por primera vez en su vida fue a Jerusalén, subió a ella para conocer a Pedro, el discípulo por excelencia.

No cuenta Pablo de qué platicaron entonces. Seguramente platicaron del Señor, y de su amor y de su misericordia. Seguramente le contó Pedro cómo fue que lo conoció en Cafarnaúm, cuando pasó por la orilla del lago, subió a su barca y con la fuerza de su palabra llenó las redes que tras una jornada de labor seguían con el vacío del fracaso; de cómo curó a su suegra, y al leproso; de cómo lo acompañó, emocionado, al Tabor y contempló la Transfiguración; de cómo le lavó los pies, de cómo anunció esa noche que sería traicionado y él le prometió que nunca lo abandonaría, y más tarde, al canto del gallo primero lo negó y luego, efectivamente, lo abandonó. Pero también de cómo tras la resurrección se presentó frente a él, y sin reproches le hizo tres veces una misma pregunta, la que de verdad importa: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Y desde la verdad que nos habita en el fondo del corazón, Pedro le contestó: “Tú lo sabes todo, tú bien sabes que te amo.” Y entonces toda la conversación recayó en el amor de Dios y en la amistad con Jesús.

Admiro la fe de san Pablo. Como nosotros, no conoció físicamente a Jesús, convivió con varios que sí tuvieron la experiencia de caminar con Jesús, de seguirlo, de escuchar sus palabras de viva voz, de ser tocados por él. Eso no impidió sentir a Jesús y su amor en su vida y en su propia persona. Supo que el Señor lo amaba y había salido a su encuentro; no tuvo ningún reparo en llamarse a sí mismo apóstol y jamás se consideró menos amado ni menos comprometido con la predicación del Evangelio por no ser apóstol como Pedro o Santiago o Juan. Él también era apóstol, a su manera, por voluntad de Dios. Me gusta su seguridad y que no se sintiera menos.

Me gusta la fuerza impetuosa de san Pablo. La contundencia con la que se puso a predicar a Jesús y lo confesó como el Cristo de Dios, el Mesías prometido. Me gusta su radicalidad. Habiendo sido judío irreprochable, escrupuloso observador de la Ley, lo tuvo todo por estiércol y lo dejó todo con tal de ganar a Cristo. Nunca lo abandonó y nada le regateó, todo le dio y todo él se dio a Cristo y a su Iglesia. Renunciando a la antigua ley de la pureza, compartió con los paganos la Mesa del Señor y el mensaje de la salvación.

Admiro su libertad. Era libre y la fuente de su libertad era el amor de Jesús. Para ser libres nos ha liberado Cristo, escribió. Respetaba profundamente a Pedro, por eso lo reprendió públicamente y le reclamó en Antioquía que se dejara atar de manos y se alejara de los cristianos venidos del paganismo por los prejuicios de los cristianos venidos del judaísmo, que se creían superiores a los demás, como los antiguos fariseos. No le faltó al respeto, pero no podía permitir que la autoridad de Pedro se viera deslegitimizada por la incoherencia con que se vivía el evangelio, el mensaje de amor y salvación universal por la gracia de Dios.

Algunos dicen que era arrogante, yo admiro su descarada sinceridad. No decía: “dicen que Jesús nos ama a todos”, como dirían los periodistas; él no era periodista, era protagonista de la historia, lo sabía y daba testimonio de ella: “Cristo me amó y murió por mí.” Fiel a la idea de que nadie podía quedar fuera del amor de Dios, que la Mesa de la Eucaristía era el signo de la comunión universal, que la Iglesia era la casa de todos los hijos de Dios, salió por el mundo a llevar al evangelio a cada rincón, incluyendo Roma, el corazón del imperio.

El suyo es el testimonio del soldado que muestra con orgullo sus heridas. Su vida habló de lo que era él el amor de Cristo y su evangelio. Con tal de predicar a Cristo, y a pesar de la generación que lo criticaba por no haber conocido a Jesús, habló sin pudor de los días que pasó sin comer, de las noches sin dormir, de las pedradas y los azotes que recibió su cuerpo, de sus manos que no dejaron de trabajar a pesar de sus viajes misioneros, de la cárcel, de los naufragios que sufrió y los días que anduvo a la deriva en el mar, de las muchas veces que se sintió derrotado, pero nunca vencido, de los momentos de debilidad en los que se sintió al borde de la muerte, y cómo aprendió entonces, sobre el borde de la muerte, a confiar en Dios, que resucita a los muertos.

 Nada lo separó del amor de Cristo, ni el hambre ni la desnudez ni la espada. Obstinado en la predicación y fiel en el amor, murió bajo la persecución de Nerón contra los cristianos. Cuenta la tradición que murió decapitado, y que al caer, su cabeza golpeó tres veces el suelo, y tras cada golpe brotó una fuente. Quizá sea una leyenda, pero una leyenda hermosa. El pensamiento de Pablo sacudió en sus cimientos al judaísmo y a la humanidad entera. Y ahí donde golpeó su pensamiento, de su pensamiento impregnado de amor de Dios, brotó la Iglesia, fuente de vida, portadora del Espíritu en el que todos somos sumergidos. Lo sabía perfectamente, Pablo, que si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Que ni la vida ni la muerte podrían apartarnos del amor del Señor, que nada en el cielo o en la tierra podría apartarnos de su amor, porque en vida y en muerte, somos del Señor.

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