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El cántaro de la samaritana y el agua de Jesús

Juan 4,5-42

Un día Mafalda contó a Susanita: "Anoche soñé que mi mamá había estudiado una carrera." "¿Y había ido a la facultad y todo?", preguntó; "claro", respondió Mafalda; "¿Y había conseguido novio?", "¿novio?, ¡no!", dijo Mafalda, "¿así que había ido a la facultad y nada?", preguntó Susanita decepcionada. Ésta que nos cuenta el Discípulo Amado es una historia de las que seguro gustaría mucho Susanita. Es, por donde se vea, una historia de amor. Y amor del bueno. La historia de una mujer que es exactamente lo mismo que el cántaro que carga por la vida: maltrecho, llevado y traído, descascarado, vacío; de barro. Y llega hasta el escenario donde antiguamente se comenzaban los noviazgos: el pozo. Para ella ya quedaron lejos los días en los que iba con ilusiones al pozo, muy de mañana, con el resto de las doncellas, antes de que el sol cayera pesado como loza. Pero ahora es prácticamente una mujer pública y debe salir por agua a medio día, a cambiar por agua el hastío sobre su vida.
 
Cuando llega al pozo de Jacob, se encuentra con Jesús, y ahí tiene lugar una escena inaudita, un diálogo imposible en la lógica de aquel tiempo y del nuestro: no es sólo que él sea judío y ella samaritana, que él sea varón y ella sea mujer, hablando en un espacio público, sino que él, la Palabra de Dios por la que todo fue hecho, venga a decirle a la mujer que le dé de beber. Es lo inaudito de que Dios tenga necesidad del ser humano. Y ahí, donde comienzan los noviazgos, sobre la base de una necesidad compartida, la sed de agua, él hace que ella hable de la sed de su corazón, y le suplica que le comparta de esa agua que en su interior se convertirá en un manantial de vida eterna. "El alma es un vaso que sólo se llena con la eternidad", escribió un día Amado Nervo.
 
Él le pide que llame a su marido; el sexto, con el que vive actualmente. No importa mucho si aquí la narración está jugando con las palabras, y si Jesús y la samaritana están hablando de ídolos -de falsos dioses- o de maridos. Lo que importa es que seis veces ha entregado el corazón a hombres o fetiches que no le han dado vida ni alegría, y la han dejado como su cántaro. Ahí en el pozo está con el séptimo hombre, con el que será el Amor perfecto. El séptimo hombre, el verdadero esposo, la séptima vasija de las bodas de Caná, la vasija y el novio que convirtió el agua en vino de fiesta.
 
Se fue al pueblo a comunicar la maravilla, la buena noticia de su nueva experiencia y del hombre que vino a renovar su vida y a llenarla de plenitud. Y mientras ella volvía al pueblo como misionera, los discípulos de Jesús se reunieron de nueva cuenta con el Maestro. Y el Maestro les habló en parábolas de aquella mujer. Les pidió levantar la mirada y ver los campos listos ya para la cosecha. El agua viva de Jesús había fecundado una tierra que antes había estado tan seca que era incapaz de dar frutos, una tierra muerta en la que finalmente pudo germinar la semilla de vida y plenitud que Dios había sembrado en el corazón reseco de aquella mujer.
 
Ella se fue, pero dejó su cántaro junto a Jesús, como queriendo no separarse nunca más de él, como recordando que en Jesús Dios había tocado el barro de la humanidad, como no queriendo volver a vaciarse, como queriéndose llenar una y otra vez del agua que en el interior se convierte en manantial de vida eterna; como esperando la hora, otra vez la hora del medio día, en que Jesús, clavado en la cruz, vuelva a tener sed y ella le ofrezca la fidelidad de su cántaro, como esperando la hora en que del costado abierto del Señor brote el agua y el Espíritu. Como esperando la hora nueva de la resurrección, en que el agua nuevamente se convierta en vino, en el vino mejor de las bodas del Cordero, la hora en la que el Señor nos diga a nosotros, su Iglesia, su esposa engalanada, que nos levantemos y vayamos a Él, que el invierno ha acabado, que atrás quedaron los días de hastío y sequedad, los días de frío y muerte en el corazón, que atrás quedaron los días del amor mendigado a cuentagotas; que las viñas en flor ya exhalan su perfume y con su perfume adornan la plenitud de la vida y del amor.
 
Poner el corazón junto a Jesús como se pone el cántaro junto al pozo, para que, desbordados por el agua de vida y de amor del Señor, como canta Sabina, no nos compren por menos de nada, que no nos vendan amor sin espinas, que el fin del mundo nos pille bailando, que cada noche sea noche de bodas y que todas las lunas sean lunas de miel.

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