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Adán y Jesús: el desafío de la libertad

Génesis 2,7-9; 3,1-7; Mateo 4,1-11

Se trata del famosísimo relato de las tentaciones de Jesús. Para comprenderlo, no se puede perder de vista que en la escena anterior Jesús ha sido bautizado por Juan, que Dios lo ha reconocido como si Hijo amado, en quien se complace, y que es el Espíritu de Dios, que ha descendido sobre él, quien lo conduce al desierto para ser puesto a prueba.

 
Si Jesús es el Emmanuel, Dios con nosotros, según vimos en la escena del anuncio del ángel a José; si Dios ha intervenido para que José no abandonara a María, y posteriormente para librar al niño de la muerte ordenada por Herodes, vasallo del imperio romano, es porque Dios tiene el control de historia, cabe entonces esperar un triunfo de Jesús sobre el Tentador. Lo que mantiene la expectativa despierta es que hasta ahora Dios ha intervenido por medio de José, y ahora vemos a Jesús solo, ¿será capaz de llevar a cabo su misión, y ser fiel al Dios que en el bautismo lo ha llamado "Hijo amado"? Tiene que poder, lo ha llevado el Espíritu, va fortalecido por el amor de Dios. Como cualquiera de nosotros.

 
En el fondo, en efecto, las tentaciones son un problema de fidelidad a Dios, frente a todo lo que quiere ocupar su lugar. Así, ante Jesús, son diabólicos el abuso de poder ante el que tiene hambre ("convierte estas piedras en pan"), la pretensión de manipular a Dios ("si eres Hijo de Dios, tírate..."), y la riqueza como culto egoísta ("todo esto te daré si, postrándote, me adoras"). Hay indicios que ligan las tentaciones al imperio romano. Recordemos el famoso: "pan y circo" para manipular al pueblo; el engaño de Herodes a los magos, pidiéndoles que le avisaran cuando encontraran al niño para "adorarlo" también él, cuando era el emperador romano quien reclamaba adoración a sus súbditos.


El desierto, por su parte, recuerda el escenario del paso del pueblo liberado de la esclavitud en Egipto, camino a la tierra prometida. Cuarenta años duró este camino, como cuarenta días la permanencia de Jesús en el desierto. Las respuestas de Jesús al tentador provienen, precisamente, de pasajes de la Escritura que narran la experiencia del pueblo en el desierto, cuando el pueblo se olvidó de la liberación de Dios, y comenzó a serle infiel. El relato nos lanza la pregunta: ¿De qué pueblo formamos parte, del antiguo Israel, infiel; o de Jesús, el pueblo de la nueva Alianza?

 

Lo que veo en todo esto, entonces, conjugando la experiencia de Jesús con la experiencia del pueblo en el desierto, es que nos es muy fácil echar fuera de nosotros el origen de las tentaciones, cuando quizá están más bien dentro; dentro del propio corazón, y dentro de la sociedad de la que formamos parte, y que de alguna manera hemos configurado diabólicamente, es decir, de tal modo que nos impide ser fieles a Dios. Fue la experiencia de Adán y de Eva, evadiendo su responsabilidad y echando la culpa a otro fuera de ellos mismos; Adá a Eva, Eva a la serpiente. Ambos quieren ser libres, ambos quieren la vida plena, pero no alcanzan a serlo no porque Dios se los impida, sino porque no son capaces de asumir su propia vida en responsabilidad. Es la imagen de la desnudez, que no tiene que ver con la sexualidad, sino con el reconocimiento de lo que somos, de lo que decimos, de lo que decidimos y de lo que hacemos.
 
El problema, en la narración, no es que Adán y Eva estén desnudos, sino que son incapaces de percibir su desnudez. La desnudez es la imagen del cuerpo, cuerpo modelado por Dios con polvo de la tierra. Con frecuencia nos excusamos por nuestros errores y pecados aduciendo que somos humanos, que somos frágiles, que somos débiles. Mostramos nuestra desnudez, pero no la percibimos, que si la percibiéramos no veríamos fragilidad, sino el milagro del barro animado por el Soplo de Dios, que es su Espíritu. Adán no lo percibía, el pueblo de Israel en el desierto no lo percibía. Jesús, en cambio, no sólo no lo perdió de vista, sino que comprendió que este Espíritu le daba vida y lo capacitaba para la experiencia del desierto.
 

La experiencia de Adán y Eva en el paraíso, y la experiencia de Jesús en el desierto reflejan en el fondo el fuerte desafío de la libertad, la capacidad para elegir, para optar por el proyecto de vida de Dios para todos sus hijos, que es su Reino; o el proyecto de vida centrado en el yo absoluto, que es el proyecto que en la Escritura encarna el tentador. Las pruebas, las tentaciones de Jesús en el fondo son la misma que la de Adán: la libertad, saber elegir según Dios, que es vida y es amor; o caer en la seducción del dinero, del poder y del prestigio, que nos hacen sentir dioses. El abuso de poder, la pretensión de manipular a Dios, la riqueza egoísta, delatan la infidelidad al Dios de la Alianza, al Dios que quiere la vida de su pueblo. Lo más que podemos decir con seguridad es que las tentaciones no vienen de Dios, pero sí que podemos superarlas cuando somos fieles a Él y a su Alianza.

 
 
Necesitamos recuperar la fidelidad y la confianza en Dios. Jesús pudo serle fiel y llevar a cabo su misión porque nunca perdió de vista que era su Hijo amado, que contaba con la fuerza y el impulso del Espíritu. Porque no entregó su dignidad ni siquiera ante la seducción del poder y de las riquezas cuando se tiene hambre. Porque no permitió que lo manipularan ni siquiera en el nombre de Dios, mucho menos permitió que el nombre de Dios fuera manipulado. Porque asumió con madurez la crudeza de las tentaciones, y buscó en su experiencia de Dios la fuerza para resistirlas, y no se escondió en el infantil y frágil argumento de: "me tentó el diablo". Que venzamos las tentaciones en nuestros desiertos, con la fuerza y el Espíritu del Señor Resucitado, el hijo de José.

 

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