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Tomar la cruz y viva México


Marcos 8,27-38

 
Se trata de una escena conformada por grandes bloques. En el primero, se sintetiza la primera parte del evangelio de Marcos. Pareciera que el narrador quiere evaluarla o sintetizarla, y para ello introduce la pregunta por la identidad de Jesús. La pregunta la lanza el mismo Jesús a sus discípulos en dos momentos. Primero quiere saber quién dice la gente que es él. Le responden que unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, o algún otro profeta. De esto nos queda claro que Jesús era considerado como un profeta. En el Antiguo Testamento, un profeta es un hombre que, de parte de Dios, comunica un mensaje al pueblo, sea una buena noticia, o una amonestación por su falta de fidelidad a la práctica de la justicia.

 
Elías era considerado el profeta por excelencia, quien habría sido llevado al cielo en un carro de fuego; pero además de ello, era recordado por su ardiente amor hacia Dios, por haber dado de comer a una viuda pobre y haber resucitado al hijo de ésta, por haber sido perseguido por sus enemigos, y fortalecido por Dios en su camino a través de pan y agua que Dios mismo le había dado. Las acciones de Elías recuerdan a las de Jesús. Hasta aquí todo está bien. Hay motivos suficientes para que la gente asocie a Jesús con Elías, o con Juan. La gente no está equivocada ni la podemos considerar tonta por su respuesta. Pero nosotros sabemos desde el inicio de la narración lo que la gente no sabe. Sabemos desde el título del evangelio que Jesús es el Mesías e Hijo de Dios.

 
En el segundo momento la pregunta por la identidad de Jesús es lanzada a sus propios discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?” Pedro responde que es el Cristo o Mesías. Su respuesta es correcta. Hoy pensamos que es el segundo nombre de Jesús, como quien le dice: “oiga, don Cristo”. Pero “cristo” es la traducción griega del hebreo “mesías”, y “mesías”, a su vez, significa “ungido”. Y “ungido”, en la Biblia y en la historia del Pueblo de Dios, era especialmente el rey. Se ungía al rey en su coronación, se ungía también a los sacerdotes; algunos profetas también eran ungidos; incluso algunos enfermos. Ungir un cadáver con perfume era también un acto de piedad. Pero la figura del mesías se asoció primordialmente con la del rey.

 
Hasta aquí ha avanzado la primera parte del evangelio. La dinámica de la segunda mitad se detonará a partir de que Jesús anuncie abiertamente a sus discípulos que sufrirá y será rechazado, que lo matarán, aunque resucitará al tercer día. Entonces Pedro se llevó a Jesús a solas y comenzó a regañarlo, pareciera reclamarle por semejantes ideas cuando apenas les había quedado claro que él era el Mesías, el Ungido, como quien dice el Rey. En contraste, Jesús lo reprendió a su vez, y no a solas, sino delante de todos.

 
Después Jesús se dirige a todos los discípulos y les lanza un discurso de advertencia: el que quiera seguirlo, tiene que negarse o renunciar a sí mismo y tomar su cruz. Les dice también que quien quiera salvar su vida la perderá, y que si alguno se avergüenza de él, él se avergonzará de ese tal, cuando venga en la gloria del Padre. Y a partir de semejantes palabras, la historia se ha desbordado de malas interpretaciones, según las cuales uno debe sufrir y padecer, como si en el mucho padecer nos ganáramos la salvación, como si el chiste de esta vida fuera sufrir y la verdadera vida comenzara después de la muerte. Y además, en esta era del internet, uno debe someterse al chantaje de renviar correos lacrimógenos y masoquistas como muestra de que no nos avergonzamos de ser seguidores de Jesús. Uf.

 
Las dos partes de la escena están íntimamente relacionadas. La pregunta: “¿Quién dicen que soy?”, es capciosa, y su respuesta: “el Mesías”, es ambigua. Porque saber, saber, desde el inicio sabemos que Jesús es el Mesías. La pregunta de Jesús, al final de la primera parte del evangelio, sería más bien: “¿Entiendes lo que has visto y oído de mí?” Hemos visto a Jesús llenarse del Espíritu, resistir y derrotar al tentador (satanás) en el desierto; lo hemos visto compadecerse de los necesitados y darles de comer; sentado a la misma mesa con pecadores, prostitutas, publicanos y extranjeros; lo hemos visto deslindarse de la ley de la pureza; curar en sábado para mostrar que la voluntad de Dios es la vida plena del ser humano; y curar a toda clase de enfermos. Por cierto, antes de esta escena el narrador nos contó la curación de un ciego, casi anticipando que sus discípulos más astutos y más cercanos, como Pedro, son como ciegos que necesitan ser curados porque no acaban de comprender cuanto han visto.

 
Es verdad, Jesús es el Ungido de Dios. Y de ahí nace la tentación de asociarlo con el poder de un rey, como le pasó a Pedro. Por eso Jesús lo llamó Satanás, que significa “tentador”, para que no vayamos a creer ni que Pedro estaba poseído por un mal espíritu, y mucho menos que Jesús lo alejó de sí. Viendo que Pedro había caído en la tentación y quería arrastrarlo consigo, Jesús tuvo que recordarle a Pedro cuál era su lugar: el de discípulo, por eso le pide que nuevamente se coloque detrás de él, a ver si ahora sí comprende.

 
Y entonces comienza el discurso correctivo de Jesús. El ungido de Dios no es poder, porque las palabras y las curaciones de Jesús no han sido signos de poder; eso pondría a Jesús más cerca de un mago. Las palabras y las acciones de Jesús son signo de compasión y misericordia. En Jesús, Dios no se acerca a la humanidad para presumir, sino para curar. Viene a combatir el absurdo del dolor, de la marginación, de la exclusión, de la injusticia. Y si para ello tiene que compartir el dolor, la marginación y la injusticia, lo hará y no le importará. Porque en esto está la acción de Dios, y quien de verdad lo ha comprendido y lo sigue, también se pone del lado de la humanidad herida, doliente, excluida y ajusticiada, aunque comparta su destino; no le importa ni siente que se denigre o pierda reputación por ello. Como Jeús. Eso significa “tomar la cruz”, “perder la vida” y “no avergonzarse del Hijo del Hombre”.

 
Lo último que necesita nuestra festejada patria es que sembremos en ella la semilla de la falsa piedad y de la corrupción del evangelio. A no Dios no le gusta el dolor ni el sufrimiento, ni las flagelaciones, ni las mortificaciones, ni las mandas con pencas de nopal. Al Padre le gusta ver a sus hijos alegres y felices, y disfruta aún más cuando sus hijos se esfuerzan comprometidamente porque a nadie le falte el pan y a nadie se le niegue el derecho a sentarse en la mesa de sus hijos. Porque mientras haya hambre y dolor, y mientras no haya justicia, ni habrá paz, ni habrá fiesta. Y porque creemos en la vida y en la fiesta, los seguidores de Jesús no nos avergonzamos de invitar a la fiesta a los que han sido deliberadamente olvidados. Sólo entonces y de verdad seremos la nación en la que Cristo reina; la tierra de la Guadalupana, Madre que abraza a sus hijos ninguneados; sólo entonces y de verdad vivirá México. Que viva México. No es porra; es grito, deseo y oración.

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