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La honra de Dios


Marcos 7,1-23

Después de haber navegado por las profundas aguas espirituales del evangelio de Juan, volvemos a la narración del evangelista Marcos. Nunca hay que perder de vista que cada uno de los evangelios es como una película sobre la vida y el mensaje de Jesús, y lo que queremos como Iglesia cada domingo es detenernos de manera especial en una escena, no en frasecitas. Recordemos que cuando la narración de Marcos llegó a la escena de la multiplicación de los panes y los peces, la liturgia dominical dejó de lado Marcos y tomó a Juan, que da su versión de este suceso junto con los discursos y las discusiones sobre el Pan de Vida. Pero tenemos que volver a Marcos.

Y en Marcos, tras la comida a campo abierto, Jesús camina sobre el agua, y luego de atravesar el lago, despliega nuevamente su actividad curativa. En ésas anda cuando se acercan a él fariseos y maestros de la Ley, llamamos escribas, venidos de Jerusalén, centro del poder político y religioso. Observan que algunos discípulos de Jesús comen con las manos impuras, sin lavárselas. Aquí Marcos tiene la bondad de decirnos que los fariseos y los judíos en general tienen la sana costumbre de lavarse meticulosamente las manos antes de comer y después de llegar de la calle, se omite aquí el después de ir al baño, pero seguro que también lo hacían. Lo importante, sin embargo, está en la motivación: El narrador nos informa que esta práctica no es por higiene, sino por seguir una tradición de los antepasados, basada en lo que el pueblo conocía como la “ley de la pureza”.

La ley de la pureza tenía connotaciones religiosas con consecuencias étnicas, racistas pudiéramos decir. De acuerdo con esta ley, Dios es “puro” y, en consecuencia, para ser su pueblo, Israel también tenía que ser puro. Así, impuro o contaminado venía a ser todo aquello y todos aquellos que no pertenecían al pueblo judío. De ahí que el contacto con los extranjeros contaminaba. En las escenas siguientes veremos a Jesús curando a paganos, es decir, extranjeros. Por lo tanto, Jesús habrá faltado a la pureza y se habrá contaminado. Hay que recordar que en escenas anteriores Jesús comió con pecadores, entre ellos cobradores de impuestos para Roma, llamados publicanos; ya era impuro. Tocar cadáveres, tener flujos de sangre, también son fuente de impureza. Ni qué decir de la sexualidad y sus variadas circunstancias.

Por eso, cuando fariseos y escribas cuestionan a Jesús por la impureza de sus discípulos, no le están echando en cara que éstos sean unos sucios propensos al cólera, la tifoidea o la influenza AH1N1, ni los están viendo como quien ve a alguien que le va al América. Le están reprochando una infidelidad a la voluntad de Dios, a quien deshonran con su conducta. De ahí la airada reacción de Jesús, que pone las cosas en su lugar, purificando lo único que hay que purificar: la clara imagen de Dios, que es Amor y no pureza.

Para ello, Jesús llama en primer lugar “hipócritas” a sus detractores; en segundo lugar, les cita al profeta Isaías, en un pasaje en que Dios reprocha a su pueblo que lo honra con los labios pero le aleja el corazón. Y desvela el sentido de la “honra” de Dios, ejemplificando con uno de los mandamientos de Moisés: honrar al padre y a la madre. Jesús les echa en cara que ellos, fariseos y sus escribas, enseñan que uno podía dejar de ayudar a su padre y a su madre si en vez de a ellos la ayuda se entregaba al templo como ofrenda sagrada. Lo que realmente va en contra de la voluntad de Dios, lo que mancha al ser humano, es la falta de solidaridad, de fraternidad, de ayuda y de generosidad hacia el otro, especialmente al más necesitado. De ahí que Jesús llamara entonces la atención de toda la gente ahí reunida, y dijera que lo que hace impuro no es lo que entra en el hombre y va a dar al caño, sino lo que sale de su interior.

Después, continúa el relato, Jesús se va a casa con sus discípulos, y ahí ellos le piden que se explique mejor porque no han entendido sus palabras. Y Jesús, después de decirles “¡mensos!” (según la traducción que se consulte; algunas dicen: “¿de modo que tampoco ustedes entienden?”), les explica que no es un problema de comidas, sino de relaciones interpersonales, las cuales están determinadas por la manera en que nos situamos ante el otro o, en otras palabras, de la estima en que tengamos a los demás.

Porque cuando Jesús dice que es del corazón de donde salen robos, fornicaciones, fraudes, envidias y demás, no está dando una clase de moral, sino una clase de teología y de sociología. De teología, porque no podemos perder vista que a lo largo de su evangelio, Marcos insistirá en que Dios es el Padre común de todos, que a todos nos invita a compartir la vida como quien comparte una comida de fiesta; de sociología, porque si todos somos hijos del mismo Padre, hemos de aprender a vivir reconociendo en el otro a alguien tan valioso y tan amado por Dios como yo, alguien a quien no puedo ver desde arriba y por encima del hombro, sino a un hermano en cuya mirada estoy invitado a descubrirme y en cuyo rostro percibo la imagen de Dios.

Por ello, la auténtica voluntad de Dios no está en la sacralización de rituales obsesivos y muchos menos elitistas y excluyentes. La voluntad de Dios está en honrar su nombre de Padre y su corazón de Madre limpiando el rostro de sus hijos de las manchas de los muchos lodos que de una u otra manera nosotros mismos les hemos echado, y traerlos al seno de nuestra mesa común, rescatarlos del fango de la marginación y del olvido. También las manchas de las falsas etiquetas que les hemos colocado paras descalificarlos: los llamamos “revoltosos”, si alzan la voz para pedir respeto; “daños colaterales” para cubrir la injusticia de su muerte; no permitir que sigan siendo vistos como “impuros” y no dar tregua a nadie para que ante ellos se laven impunemente las manos. 

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