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Pan del cielo, el hijo de José


Juan 6,36-51

Asistimos a la discusión entre Jesús y la gente que lo busca porque ha comido pan y peces en abundancia. Necesito recoger antes que nada algunos de los datos que ya traemos como lectores de esta narración desde su inicio.

Primero, que desde siempre existía la Palabra de Dios, y era Dios mismo. Que esta Palabra da vida y todo fue hecho por ella. Que esta Palabra vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. Que se hizo carne, es decir, humanidad tocada por la muerte. Que habitó entre los suyos como uno más, en camino por la historia. Y que en la humanidad de esta Palabra hemos contemplado la gloria de Dios. Reconocemos esta Palabra, esta solidaridad encarnada venida de Dios para dar vida, en la humanidad de Jesús.

En Juan no hay relato de navidad, posadas, pastores, ángeles ni magos de oriente. Hay la confesión de que Jesús es Dios y viene de Dios. Si sólo tuviéramos la narración de Juan, y no conociéramos los otros evangelios, no sabríamos el nombre de María. Juan la sólo la llama “madre de Jesús”, la vemos en la boda de Caná, casi al inicio; y al pie de la cruz. Sí sabríamos, en cambio, que Jesús es hijo de José. Cuando Felipe, antiguo discípulo del Bautista, se encuentra con Natanael y le dice que ha encontrado al Mesías, le dice que ese mesías es Jesús, el hijo de José, de Nazaret.

Pareciera, en un primer momento, que ser “hijo de José” es un dato que “choca” con lo que ya sabemos: que Jesús viene de Dios y es Hijo de Dios. Por eso, cuando en la discusión de Jesús con la gente sobre el significado del pan partido y multiplicado, en la que Jesús se revela a sí mismo como el verdadero pan que ha bajado del cielo, la gente se escandaliza, y dice: “cómo puede decir que viene del cielo, si es hijo de José, si conocemos a sus padres”, que es como si dijeran: “cómo puede decir que viene del cielo, que viene de Dios y es de Dios, si es tan humano como cualquiera de nosotros”.

Vistas las cosas desde este punto de vista, nosotros no nos escandalizamos; desde el inicio del evangelio sabemos que la Palabra de Dios se hizo carne. Y como Dios es Dios y tiene todo poder, puede hacerse hombre sin mayor problema. Me temo, sin embargo, que sí nos escandalizamos viendo el mismo asunto desde el otro extremo. Nos escandaliza, y mucho, creer y contemplar que Dios es una humanidad traspasada por la muerte. Nos escandaliza que en la humanidad desnuda y ultimada  de Jesús, contemplemos la gloria de Dios. Y, sin embargo, el Resucitado es el Crucificado.

Juan es un maestro de la narrativa, sabe contar historias. Pero es sobre todo, un maestro en el arte de contar a Dios. Nos lleva a contemplarlo glorificado en la humanidad traspasada de su hijo en la cruz. Nos hace caminar por la historia empujados por la fuerza de una palabra que resuena en el silencio desgarrador de la cruz, en la que Jesús nos entrega el Espíritu y se entrega confiado en las manos de su Padre.

Juan no describe a Dios. Pero provoca la emoción de experimentarlo evocando signos e imágenes que descubren su acción entre nosotros y para nosotros. Juan no ha visto a Dios. Pero ha visto a Jesús. Y quien ha visto a Jesús ha visto a Dios, y sabe lo que Dios hace porque lo ha visto en Jesús.

“Yo soy”, dice Jesús. Y no son palabras inocentes. “Yo soy” es el nombre hebreo de Dios. Juan sabe que Dios es la humanidad de Jesús, y que la humanidad de Jesús es la misma que la nuestra. Aunque tenga miedo y vaya como un barco en medio de la noche y la tormenta, nuestra humanidad es divina. Juan sabe que Jesús viene de Dios, lo insistió a Nicodemo, y Nicodemo se resistió a creer que encontrarse con Jesús y aceptarlo suponía nacer de nuevo. Nicodemo creyó que nacer de nuevo era algo que él tenía que hacer, ¡y no vio que era algo que Dios hacía en él a través del encuentro con Jesús!

Juan sabe que Dios es agua que quita la sed. Dios es el agua ofrecida a la samaritana para destruir el hartazgo, el hastío, el absurdo de la vida de una mujer a la que los hombres avientan el lodo de un amor interesado. Juan sabe que Dios es Pan bajado del cielo para dar vida. Juan sabe que Dios es el alimento que no perece porque la vida que da es eterna. Jesús es pan que sabe a eternidad. Y este pan, no lo podemos perder de vista, es un pan ofrecido desde la insignificancia de un muchacho que traía cinco panes de cebada y dos peces (¡¿Y los peces, apá?!)

Juan sabe que el pan bajado del cielo es pan bendecido, partido y repartido una y otra vez mientras haya hambre en el mundo. Juan sabe que quien da la vida de Dios es la humanidad solidaria que se ofrece a sí misma: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que come de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne.” Es Jesús quien da y se da. Dar y darse: eso es vivir. Jesús es pan que vino a los suyos, pero los suyos lo rechazaron, triste y paradójicamente, por ser uno de los suyos, un “hijo de José”, un cualquiera.

Yo soy misionero de san José. Soy, como Jesús, “hijo de José”. Es decir, en medio de la humanidad, no soy de los importantes, soy “cualquiera”. Nuestra familia misionera nació para partir el pan de vida entre los niños, los jóvenes, los pobres, los indígenas. Nacimos para vivir en medio de ellos, como cualquier cualquiera. Y para escándalo del mundo, contemplamos la gloria de Dios en la humanidad de los pobres y los marginados, los abandonados de todos, como Jesús en la cruz. Contemplamos la gloria de Dios en la humanidad traspasada por el hambre y la injusticia de los pueblos que siguen resistiendo el hambre y el dolor, y los viven como la más cotidiana de sus realidades.

Quizá es poco lo que hacemos por ellos. Yo siento no hacer nada. Pero contemplar en ellos la gloria de Dios, como puede hacerlo cualquiera en la zona más pobre y débil de su vida y de su casa, me abre a la sed y al hambre de justicia. Yo llevo la comunión a ancianos que me reciben a mí mientras esperan la muerte postrados en catre y colchoneta, sobre el frío del cemento o el polvo de la tierra, como anticipo de una tumba que poco a poco se los traga. Y quiero traerme de ellos la fuerza con que han resistido su hambre de siglos. Duele contemplar la gloria de Dios en la humanidad maltrecha y olvidada. Entiendo por qué Dios se empeña en bajar del cielo como pan para dar vida. Lo que no entiendo es por qué nosotros no nos empeñamos en que llegue la hora de bendecir a Dios por el pan que nos da, y partirlo y compartirlo con los hermanos aventados al rincón oscuro de la historia.

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