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Comer la Carne del Hijo del Hombre


Juan 6,51-59

Nos encontramos en la última parte del debate tenido por Jesús con los judíos en la sinagoga de Cafarnaúm, puesto que ahora nos enteramos que eran judíos y que el diálogo tuvo lugar en la sinagoga, luego de que éstos lo buscaron al día siguiente del signo de los panes y los peces multiplicados (no me olvido de los peces). Hemos visto que el debate comenzó cuando Jesús les echó en cara que no habían comprendido el signo y sólo lo buscaban para saciar su hambre, no porque buscaran el alimento que no perece. De ahí que la gente le pidiera un signo (¡otro!) para creer en él, así como sus antepasados habían comido en el desierto el pan que Dios les había dado del cielo, el maná. Jesús expresó entonces que él era el verdadero pan del cielo, y que él mismo lo daba para la vida del mundo.

La discusión siguió y Jesús dio un paso más, el de la nota más polémica en esta discusión. Afirmó ante los judíos y también ante sus discípulos, que se encontraban presentes, que el pan que él daba era su carne. La frase fue provocadora, daba la impresión de un canibalismo, a todas luces inadmisible. Y no sólo eso, aseguró que quien no comiera su carne y bebiera su sangre, no tendría vida. Los que comieron maná murieron; en cambio, quien come su carne y bebe su sangre, tiene vida eterna.

Comer la carne de Jesús, beber su sangre, hasta aquí hace desembocar la narración de Juan el tema del pan de vida, desarrollado a partir de la comida repartida y compartida. Pero Jesús habla en futuro: “el pan que daré es mi carne.”, y con ello apunta hacia el momento de la crucifixión, invitando a contemplar el misterio de vida encerrado en su cuerpo destrozado, su carne partida, en su sangra derramada. Jesús mismo vincula de este modo la celebración de la Eucaristía,  con su cuerpo crucificado. No es una lección de alquimia.

La celebración eucaristía, velada en los panes y los peces multiplicados, es el memorial de la muerte de Jesús. La eucaristía nos invita a contemplar el misterio de la cruz. Pero Jesús asocia también su carne destrozada, su pan partido y compartido; y su sangre derramada, el vino generosamente servido y ofrecido en la copa de su cena, con su glorificación, con su resurrección, con el misterio de la vida eterna. Quien come su carne, su pan; y bebe su sangre, su vino, tiene vida eterna. En las últimas páginas del evangelio, el lector contempla el despliegue en tres momentos el despliegue de una misma realidad. También pudiera decir que contempla desde tres ángulos el misterio de un mismo momento: Jesús muriendo resucitó, y muriendo y resucitando, nos dio el don del Espíritu Santo.

Comer el cuerpo de Jesús y beber su sangre significa participar del misterio de su destino; más aún, significa compartir su destino. Comulgar no es simplemente comer una hostia consagrada; comer el Pan del Señor es participar de su vida, de la vida que nace y brota de la cruz. Comparten la carne y la sangre del Señor las mujeres y los hombres que entregan su vida y la comprometen en el servicio del amor sincero y desinteresado. Porque, lo que es la habilidad del narrador, habiéndonos contado Juan toda esta escena de la multiplicación de los panes y los peces, y anticipando el misterio de la cruz y la resurrección, al narrarnos la Última Cena, lejos de ver a Jesús compartiendo el pan y el vino, lo vemos lavando los pies a sus discípulos.

Mucha gente ha comprometido su vida como Jesús en la entrega de su cuerpo y de su sangre. Nuestro país pudiera contar su historia tomando como hilo conductor los nombres de activistas y luchadores sociales impune y violentamente callados, desaparecidos, asesinados. Hombres y mujeres cuyos nombres no podríamos olvidar nunca como país y mucho menos como Iglesia. Hoy siguen entre nosotros, siguen dando vida a la humanidad, y siguen siendo igualmente perseguidos y ultimados. Perder su memoria es perdernos a nosotros, y perdernos en la cobardía y la complicidad.

Pienso en Javier Sicilia y en su caravana por la Justicia y la Pan con Dignidad, que recorrió el país y ahora hace oír su voz en los Estados Unidos pidiendo respeto a la dignidad de los migrantes. Su compromiso con el evangelio le ha hecho comprender que en su hijo asesinado murió más que un individuo, en él murió parte de la humanidad; y ha comprendido que en la humanidad sufriente y asesinada está muriendo el Cuerpo del único Hijo.

La voz y el movimiento de Javier Sicilia son públicos. Pero  hay también quienes comparten el destino de Jesús, quienes comen su carne y beben su sangre de manera anónima, en cada rincón donde alguien se obliga a detener la mirada, a pesar del miedo y hasta de la repulsión, en lugar de pasar de largo como tantos otros, los tantos que somos mayoría.

El huracán Ernesto me hizo pensar la semana pasada en los misioneros, ellos y ellas, que han dado su vida por el anuncio del evangelio y el servicio de la caridad. Lo hice en la pobreza de un día visitando enfermos en medio de una lluvia sin tregua, quitando piedras de caminos deslavados, agradeciendo la ventura de haber comprado mis zapatitos todo terreno que me privaron de la buena amistad que tengo con las caídas; llevaba también mi gorra de los Pumas, qué más; mi chamarra deportiva gris. El catequista que me acompañaba, en cambio, iba con los huaraches de siempre y su sombrero de toda la vida. Finalmente yo regresé a casa, y pude darme un baño de agua caliente, y subí a lavar y tender mis garras bajo el tejado. Luego fui por un café. Lo iba a tomar amargo, “¿amargo?”, pensé, amarga la vida de esta gente, que crucificada en la miseria comparte la carne de Jesús y bebe su sangre, la carne que hace mucho perdieron, la que arrastraron por el fango; la vida que hace siglos que se les escurre. Y siguen resistiendo.

Esta semana subí en camioneta a la fiesta patronal en una de las comunidades de la parroquia. Regresé con mi dotación de gente que pidió “rait”. Adelante conmigo iban un niño y una ancianita, bajita y muy delgada, con delantal y bolsa del mandado. Viejita loca, pensé, venir hasta acá a sus años para estar en la fiesta de la Virgen de la Asunción. Me contaba que subió caminando; en eso, un viejito, de sombrero, calzón de manta y bordón se atravesó en el camino sin reparar en nosotros. Como iba a cinco km por hora, pude frenar lentamente; “el abuelito ni ve, ni oye, ni tiene prisa”, le dije yo a la señora. Y apenas dije cuando ella ya estaba sacando la cabeza por la ventanilla gritando con toda la fuerza de sus pulmones: “¡QUÍTATE, ABUELO!” Reímos con ganas hasta que quisimos. Cuando llegamos a la parroquia, ella abrió la bolsa grande que traía, venía llena de fruta. “Me la dieron mis hijas, ellas viven allá; yo vivo aquí sola. Ten, agarra; agarra mucha.” No cabe duda, pensé, con tanta alegría y tanta generosidad en una anciana pobre y sola. En la cruz nace vida; ahí se muere resucitando.

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