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Pan de vida, ¿y los peces?


Juan 6,24-35

Un primer fragmento de dos grandes discursos con que Jesús desvela el sentido del signo de la multiplicación de los panes, que también fue de peces, no lo olvidemos. Tras la multiplicación, Jesús huyó del lugar porque la gente quería proclamarlo rey. La narración del evangelio sigue y nos dice que los discípulos se embarcaron y se alejaron, y que durante la noche se desató un fuerte viento, y que Jesús se acercó a ellos caminando sobre el agua. Y que ellos sintieron miedo. El texto está escrito de tal manera que parece que el miedo de los discípulos es por Jesús, al que confundieron con un fantasma, y no tanto por el viento desatado.

¿Será posible que la presencia de Jesús nos atemorice? Cuesta creerlo, y puede que también nos suceda a nosotros. Esta escena entre la multiplicación y los discursos de Jesús sobre el pan de vida sin duda alguna tiene que ver con el signo. A nosotros también nos desconcierta la presencia real de Jesús en los pobres y en los necesitados, en los que vemos con desprecio, con lástima y a veces con repugnancia. En todo caso, Jesús tuvo que gritarles, tiene que gritarnos: “¡Soy yo!, ¡no teman!” Y cuando quisieron subirlo a bordo, la barca tocó tierra.

Los discípulos habían llegado a su destino, pero fueron incapaces de sujetar a Jesús. Jesús continuó su camino con entera libertad, aun sobre el mar en tormenta. Nunca, en esta vida, podremos decir que hemos conocido del todo a Jesús, nadie puede encerrarlo en la comodidad de una idea, en la exclusividad de algunas personas, o incluso, en la pequeñez de unas cuantas oraciones. Nunca nadie dirá que Jesús no lo ha sorprendido. El Señor siempre sorprende y no se deja aprehender del todo.

Después llegó el amanecer. La gente se sorprende viendo que Jesús no está, pues sabían que no se había ido con sus discípulos; así que se embarcan buscando al Maestro. Lo encuentran en la orilla del lago, y le preguntan cómo fue que llegó ahí. Jesús los encara y les reprocha que lo buscan no por los signos que han visto y no han comprendido, sino porque comieron pan hasta hartarse. ¿Y los peces? También los comieron, y sin duda estuvieron más sabrosos que el inmasticable pan de cebada, pero han salido de la escena y de los discursos de Jesús. Por ahora.

Jesús pedirá a quienes lo buscaron: “¡Trabajen por conseguir no el alimento que perece, sino el que da la vida eterna!” “¿Qué hay que hacer?”, le replican. “Creer en el Hijo del hombre”, les responderá. La discusión continuó: “¿Qué signo haces para que viéndolo te creamos?” Y apelarán a su propia historia como Pueblo de Dios: “Nuestros padres comieron el maná en el desierto”.

En efecto, cuando siglos antes el Padre envió a Moisés a liberar a los hebreos de la esclavitud del faraón, el Pueblo caminó cuarenta años por el desierto. El hambre les llegó, y creo que eso fue en los primeros días, si no es que en las primeras horas de los cuarenta años, y los hebreos renegaron de Dios ante Moisés. En respuesta, Dios hizo caer del cielo una especie de pan blancuzco, al que el pueblo llamó maná, y codornices, para que los hijos de Israel comieran también algo de carne y estuvieran mejor nutridos para aguantar el camino. Sólo que las codornices sufrieron un destino casi semejante al de los peces, y también salieron de la escena y de los discursos.

Jesús responderá al pueblo que no fue Moisés sino el Padre quien les da verdadero pan del cielo, el que da vida al mundo. El pueblo entonces pidió a Jesús que les diera de ese pan. Así como la samaritana le había suplicado, dos capítulos atrás, le diera del agua que da vida, para no volver a tener sed. Entonces Jesús declaró: “¡Yo soy el pan de vida! El que venga a mí no tendrá hambre, el que crea en mí no tendrá sed.” Porque en el corazón de Jesús seguía sin duda aquella mujer sedienta de vida, de dignidad, de respeto, de autoestima, de todo eso que encontró en Jesús y que le devolvió la sonrisa a los labios y el brillo a la mirada.

Para entender el alcance de las palabras de Jesús y el alcance del signo de la multiplicación de los panes, hay que tener en cuenta algunas comparaciones con el relato del maná en el desierto. En primer lugar, que es don de Dios, para nosotros.

Segundo, que Dios pidió a Moisés que nadie tomara más maná del que necesitaba, y todos constataron que a nadie hacía falta. En cambio, la gente comió Pan de Jesús hasta la saciedad. Porque el amor no conoce medida y cuando es verdadero, se entrega en abundancia, como el vino generoso de las bodas de Caná.

Tercero. El maná que sobraba en el desierto, se agusanaba; y al día siguiente Dios hace caer maná nuevo. El Pan de Jesús se recoge y no se pierde y se conserva. Porque el amor cuando es verdadero ni merma ni se destruye; siempre aguarda el momento para darse a quien lo necesita, aunque ese momento sea el menos oportuno. Como la curación del paralítico en sábado, porque ese fue el día en que se encontró con Jesús, y Jesús no quiso añadir ni un día más a los 38 años de inmovilidad que arrastraba con dolor y con vergüenza aquel hombre.

Cuarto, Dios pidió a Moisés que guardara un poco de maná para que en el futuro el Pueblo contemplara siempre lo que Dios había hecho por ellos. Esta reserva de Maná se conservó en el Arca de la Alianza junto con las Tablas de la Ley, las famosas tablas de los no menos famosos diez mandamientos. En la Eucaristía, siempre se reserva Pan de Jesús, y siempre está ahí para que nosotros, los hijos de Dios, contemplemos en ese Pan lo que Dios ha hecho por nosotros.

El Pan de Jesús es Amor. Es Jesús, y Jesús es Dios. Y Dios es Amor. Este es el Pan que da vida, y lo contemplamos en la Eucaristía. De este Pan seguirá hablando Jesús en la narración de Juan, cuyas palabras nos ayudarán a entender el signo de los panes multiplicados. 

¿Y los peces? Como en el cine: “Esta historia continuará.”

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