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Perdón y fuerza

Marcos 2,1-12

Una escena, lo menos, sorprendente. Jesús ha regresado a Cafarnaum, la Capernaum de mi cuate Érik, y se encuentra en casa, quizá la casa de Simón, donde curó a la suegra de éste; otra vez veremos una curación, y en eso no está la sorpresa. Nuevamente se ha reunido un gran gentío en la casa y ante la puerta, tampoco en esto hay sorpresa. La primera de las sorpresas está en el grupo de cuatro amigos que van cargando a un paralítico en su camilla y que, al no lograr llegar ante Jesús, no tiran a su amigo al suelo y se sientan a llorar junto a él la desgracia de su suerte, a darse por vencidos ante lo inútil de su esfuerzo, y a lamentar que siempre los problemas son más grandes que uno, que es por demás y las hilachas. 

Por el contrario, este pelotón de amigos (dignos representantes de la que Germán Dehesa consideraba la única institución que realmente funciona en México: la cuatitud) hizo del obstáculo un desafío; se dieron a la tarea de echar mano de la imaginación y luego de ponerse manos a la obra. Dios sabe, porque el evangelio no lo cuenta, cómo fue que se treparon al techo de la casa, si pasando por encima de la gente, si se pusieron encima de los hombros de unos de otros mientras el paralítico rezaba para que no se cayeran, y si se caían, no se fracturaran y lo pudieran llevar de regreso a la inutilidad y al llanto del que lo habían sacado.

La cosa que hicieron un boquete en el techo de la casa, casi del tamaño de un agujero negro, por el que lograron bajar al paralítico para ponerlo enfrente de Jesús. Y aquí siguieron las sorpresas. Porque no parece que a Jesús le haya molestado en lo más mínimo el daño causado a su vivienda, o a la de su recién estrenado amigo Simón. La narración dice muy claramente que en lo que reparó Jesús no fue en el techo, sino en la fe de los amigos. Y creo que cuando habla de fe no se refiere a que se supieran de memoria el credo niceno-constantinopolitano, que mi sobrina Vanny se aprende por bloques, como corresponde a un credo que para los niños es tan largo como las vacaciones de verano, y que además entonces aún no existía.

La fe de la que habla el evangelio es simplemente confianza. Y también todo aquello que había detrás del boquete: la compasión con que la cuatitud vio a uno de los suyos; la generosidad en el tiempo y en el esfuerzo para cargarlo y llevarlo ante Jesús; la creatividad para buscar soluciones a los problemas que se les ponían enfrente. Eso, y la confianza puesta en Jesús. Le hablaron a él con la fuerza de la esperanza en la mirada. Confiaban en Jesús, pero también habían confiado en ellos mismos, en su propia solidaridad, en la capacidad del paralítico para ponerse de pie y caminar. 

Lo que sigue es sorpresa tras sorpresa. Le ponen enfrente a un paralítico, y Jesús declara que sus pecados han sido perdonados. Lo lógico hubiera sido que inmediatamente lo pusiera de pie, pero no. Jesús le habla de su interior. Jesús conoce el interior del ser humano. Los escribas que estaban allí juzgaron de blasfemas las palabras de Jesús: sólo Dios puede perdonar los pecados. Y Jesús también vio su interior y supo lo que estaban pensando, y entonces ordenó al paralítico levantarse, tomar su camilla e irse a su casa. Lo dijo como una orden, para dar testimonio de su poder para perdonar pecados. 

Todos cuantos lo vieron se quedaron maravillados. Jesús había restaurado un corazón herido por la culpa y la vergüenza; un corazón así no puede caminar, no puede vivir, no puede amar. Los complejos nos paralizan. La verdad de un amor absoluto e incondicional, nacido de la gratuidad, como el que Dios nos tiene, es lo que puede sacarnos de la parálisis de la indiferencia con que asistimos a nuestra historia, la historia de un pueblo postrado al que encima se le echa la culpa de su miseria. Nunca más. Decir "se lo buscó", "ellos tuvieron la culpa"; criminalizar a las víctimas, eso es paralizar y contrariar la voluntad de Dios. Tampoco podemos fingir que no ha pasado nada, hay dolor y muerte en nuestra patria; hay camillas, es verdad. Pero hay que tomarlas y cargarlas para no permitir que vuelvan a postrarnos en ellas. No más armas, dijo. Y no más sangre, le recordamos. Dicho esto sólo por poner un ejemplo.

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