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El miedo a la libertad


Marcos 1,12-15

La narración que escuchamos dice que el Espíritu empujó o impulsó a Jesús al desierto, donde fue tentado cuarenta días por Satanás, y que estaba entre fieras, y que los ángeles le servían. Y que después se fue a Galilea y anunciaba la buena noticia de la llegada del Reino de Dios, e invitando a la conversión. 

Pero la narración del evangelio dice antes que Juan apareció en el desierto predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, y que venía gente de todas partes. Y que un día vino Jesús, al desierto, se entiende, y fue bautizado por Juan, en el desierto, se entiende. Y que entonces el Espíritu descendió sobre él, y escuchó del cielo la voz del Padre que decía: “¡Tú eres mi hijo amado!”

¿Cómo pudo, entonces, el Espíritu empujar a Jesús al desierto, ¡si ya estaba en el desierto!? Evidentemente no se trata de un error del narrador, que no era ningún tonto. Más bien hay que entender que aquí el desierto como escenario no se refiere a un lugar, sino a una experiencia. En la Escritura, es famosa la historia del Pueblo de Israel en el desierto, cuarenta años, tras la salida de la esclavitud en Egipto, mientras van de camino hacia la Tierra Prometida.

En esa experiencia, Israel vivió la tentación de volver atrás, por increíble que parezca. Preferían los ajos y cebollas que comían cuando eran esclavos en Egipto, que el hambre de cuando ya eran libres pero sin una tierra dónde vivir. La tentación, entonces, estaba en no saber tener por sí mismos lo que antes recibían de otros. La experiencia, en el fondo, creo, es el miedo a la libertad. La imagen de que Jesús en el desierto estaba entre fieras y ángeles me recuerda al ángel y al diablito que aparecen en las caricaturas hablando al oído de “X” personaje.

A todos nos da miedo la libertad. Tomar decisiones no es fácil; y entre más importante lo que hay que decidir, menos fácil. Nos es más cómodo que otros nos digan lo que hay que hacer, lo que hay que decir, lo que hay que pensar. Nos quita responsabilidad. Si la decisión no es la correcta, queda siempre la excusa de echarle la culpa al otro. Es más fácil echar la culpa y lavarse las manos que asumir la responsabilidad y las consecuencias de los propios actos.

Pero también es cierto que quien entrega su libertad entrega su identidad, pierde su vida. Se entiende que a los niños haya que decirles qué hagan y qué no; lo que no se entiende es por qué hay gente que no quiere dejar de ser niño para ser adulto maduro y responsable. Lo mismo pasa con los grupos humanos y sociales. Siempre es más cómodo echarle la culpa a los otros: a los de izquierda, a los de derecha, a los diferentes, a los renegados, al gobierno. Es más fácil ser masa popular que ciudadanía.

Es mejor que nos digan qué se puede o qué se debe hacer y qué no. Es mejor obedecer que discernir, “el que obedece no se equivoca”, se decía antes. El problema es que, como lapidariamente escribió san Pablo (Gal 5,1): “¡Para ser libres nos ha liberado Cristo!” Si tomamos en serio la realidad de la Encarnación, debemos aceptar el hecho de que, como parte de su proceso de maduración, a Jesús le llegó el momento de asumir o rechazar la opción de ser libre, y que sintió el mismo miedo que sentimos todos. Jesús asumió su libertad, y la asumió cuando comprendió quién era: Hijo Dios e Hijo Amado.

Jesús comprendió en un momento dado que el amor de Dios hacia él era absoluto e incondicional, que nada lo destruiría. Es la experiencia de la gracia. Fue entonces que Jesús quedó habilitado para su ministerio, para anunciar el reino de Dios como experiencia de la acción creadora y salvadora del Dios que es Padre y crea y salva por amor. Sólo entonces Jesús pudo anunciar a otros como buena noticia que Dios es Padre, no juez. Sólo entonces Jesús pudo invitar a los demás a convertirse no en pecadores arrepentidos, sino en hijos que experimentan el amor del Padre. A mí hace poco una señora me vino a regañar porque en la capilla del Santísimo la luz a veces está apagada, y me advirtió que por ser mi obligación tenerla encendida, mi salvación eterna está en peligro. Pobre mujer, conoce una tradición en torno al Santísimo, pero me aflige que no conozca el amor de la Eucaristía. ¿Será que la salvación dependa más de un foquito que de darse como pan a los que tienen hambre?

Algo más comprendió Jesús. Que el ser humano, por ser humano, se equivoca. Pero el amor, por ser divino, nunca falla. Los cuarenta días de Jesús en el desierto lo prepararon para comunicar el gozo de la irrupción del reino de Dios. La cuaresma es camino de preparación hacia la Pascua. La cuaresma, entonces, nos tiene que ayudar a entender que somos hijos amados de Dios, y que el amor de Dios no lo destruye nada, ni el pecado ni la muerte. Y que si nuestra identidad está en ser hijos amados de Dios, el amor nos capacita para la libertad. El amor no se equivoca. El amor crea, da vida. El amor salva.

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