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En la casa de Simón

Marcos 1,29-39

La escena comienza con la curación de la suegra de Simón, una escena brevísima que tiene lugar tras la expulsión de un espíritu impuro que estaba poseyendo a un hombre un sábado en la sinagoga. El sábado no ha acabado, y Jesús seguirá transgrediendo la prohibición de trabajar en ese día. Pero es que el sábado glorifica a Dios porque sábado era el día de la Pascua, el día de la libertad, el día en que el ser humano es liberado de todo aquello que no lo deja vivir con su plena dignidad de hijo de Dios.

Jesús sale en la sinagoga y entra en la casa. Dios no será más sólo un momento y un espacio breve en nuestra vida, sino una presencia familiar y cotidiana. Le hablaron a Jesús de la suegra de Simón. Y él se acercó, y con él se acercó a ella la alegría de vivir. Él la tomó de la mano, y la levantó. Varias veces veremos estos gestos en Jesús, y al final del Evangelio veremos el mismo verbo en boca de un hombre vestido de blanco que, sentado ante la tumba vacía, nos dirá que Jesús ha sido levantado de la muerte. La suegra de Simón, llena de vida nueva, se puso al servicio de los que estaban con ella en la casa. 

No se trata de que Jesús le haya devuelto la salud a una mujer para que fuera la sirvienta de los demás; estaríamos entonces ante un acto de machismo que en nada habría beneficiado a la suegra de Simón. Estamos, en cambio, ante un acto de compasión y solidaridad multiplicadas. Alguien se compadeció de ella, y de ella habló a Jesús. Jesús también se compadeció; y ella se mostró generosa en el amor, porque de pronto había sido amada como nunca nadie la había amado. Un amor nuevo la levantó de la humillación de ser una anciana viuda, sin hijos, abandonada en la casa de su yerno. Y ella agradeció con la generosidad de su corazón servicial, que no servil.

Muchos más fueron llevados ante Jesús a las puertas de esa casa, ese día al atardecer. El sábado había terminado, comenzaba el primer día de una nueva semana, una nueva época en la que aprendemos que a Dios lo glorificamos cuando multiplicamos la compasión, cuando unos cargamos los dolores de otros, cuando nos llevamos ante Jesús, cuando combatimos al mal que aprisiona a los que son nuestros; cuando nos ponemos ante Jesús en la misma casa, cuando entendemos que somos una sola familia, que solos estamos perdidos pero en la comunión nos salvamos todos. Sólo entonces la Iglesia es la casa en que encontramos a Jesús, una casa donde la puerta siempre está abierta, donde al menos podemos hablar al Señor del otro que está humillado, vencido, doblegado; del otro que tiene la mirada perdida y la sonrisa apagada, del otro al que no queremos entregar a la muerte sin dar la cara y la lucha por mantenerlo en vida y de pie.

Quizá Simón creyera que era importante porque la gente buscaba a Jesús, porque su fama había corrido. Pero Jesús se había retirado nuevamente a un lugar de desierto; ya una vez habíamos visto a Jesús en el desierto, luchando contra Satanás y venciéndolo. Pareciera que es una tentación creer que tenemos poder, pareciera que es una tentación pensar que hemos curado el dolor y hemos vencido definitivamente al mal; peor tentación es creer que Jesús es un agente milagrero que sólo cura enfermos y expulsa demonios; no es curandero ni exorcista; es restaurador de vida, y poeta de la misericordia. Pero eso aún no lo comprendía Simón.

Tampoco comprendió que Jesús decidiera dejar su casa y salir a predicar a otros muchos lugares. Y eso tampoco acabamos de comprender nosotros: que la humanidad tiene límites más amplios que los de mi piel: que el hambre no termina cuando yo como, ni las cárceles son justas porque no esté en ellas; que las balas no dejan de matar sólo porque silben su tonada fría fuera de mi casa. Que la Casa de Jesús es mucho más amplia que la casa de Simón y cualquiera de nuestras casas, y que su amor siempre andará como el agua sobre el surco: corriendo y haciendo germinar vida nueva.


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