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Desplegar el reinado de Dios

Mateo 4,12-23

Estamos ante la escena final del primer gran bloque narrativo de Mateo, en el cual el evangelista nos ha presentado al protagonista de su relato y sus orígenes: a Jesús, el Hijo de Dios, hijo de David e hijo de Abraham, nacido por la acción del Espíritu Santo en la esposa de José, sobre quien descendió el Espíritu Santo en el Jordán para conducirlo luego al desierto, donde se enfrentaría a sus tentaciones, y de donde volvería para establecerse en Galilea, en la tierra de Zabulón y Neftalí, es decir, en la tierra de las tribus de Jacob, en la tierra prometida por Dios a su pueblo, lo cual no es decir cualquier cosa, si tomamos en cuenta que justamente sobre esas tierras había impuesto Roma su gobierno.

Ahí, en Galilea, la marginal Galilea, la Galilea de los gentiles, siguiendo con la cita de las Escrituras, el pueblo que habitaba en sombra de muerte vio una gran luz. ¿Cómo se puede ser luz en tinieblas de muerte? ¿Cómo se puede vivir bajo el reinado de Dios cuando en la sociedad reinan otros poderes? De esto trata el segundo bloque narrativo del evangelio, el que nos cuenta cómo lleva a cabo Jesús su misión de revelar el imperio o reinado de Dios. Y la síntesis de ello es lo que vemos en las siguientes escenas.

Primero, Invitando al cambio en la manera de pensar y de vivir, como consecuencia de la llegada del reinado de Dios. Dios ha llegado a regir a su pueblo, y lo primero que hay que hacer para vivirlo es creerlo. Segundo, formando una comunidad nueva y distinta, alternativa a los valores de los imperios de la tierra; Jesús invitó a unos pescadores a dejarlo todo y seguirlo, dejaron lo que les daba seguridad, dejaron cosas y aceptaron enrolarse en la tremenda aventura de ser hermanos, teniendo a Dios como único padre de todos, que es, creo el sentido de que los hijos de Zebedeo dejaran a su papá y su empresa pesquera. Tercero, desplegando con las propias fuerzas la acción salvífica de Dios: enseñando a vivir según el reino, en fraternidad; y sanando las enfermedades y los dolores del pueblo.

Todo está relacionado entre sí. Pienso que sólo la certeza de que Dios es padre de todos, y que a todos sus hijos nos invita a la comunión fraterna es lo que nos capacita para sentir el dolor del pueblo, para sentirlo propio, para recorrer nuestras propias Galileas anunciando que Dios es bueno, que llega a nosotros y nos cambia el corazón para ver al otro no como el extraño que invade, sino como el hermano que extiende la mano para ayudar o para recibir ayuda, y compartir con él la vida. Sólo la certeza de que Dios es papá es lo que permite entender su reinado no como el de un imperio de poder, sino como la solicitud de un amor generoso y solidario. Pienso que aquí está el sentido de ver en el evangelio a Jesús no como engendrado por José, sino concebido por la fuerza de Dios dadora de vida, que es el Espíritu, para que no quepa duda que Papá es Dios.

Todo esto lo escribo y pienso en los dolores de mucha gente que he conocido en este año, pienso en el mal que aqueja a nuestro pueblo, que le provoca llanto, hambre, injusticia, muerte. Pienso en la mucha gente deseosa de ser escuchada. Apenas esta semana una joven mujer vino a invitarme a su casa, quería que escuchara su historia sin juzgarla ni censurarla, quizá por eso me llevó a su casa, para no sentirse en desventaja. Su casa es un cuarto de azotea, con dos camas matrimoniales, un buró, un ropero, fotos enmarcadas y algunos santos.

Me contó que un día, cuando era niña, su propio papá, albañil y pobre de varias generaciones, se la robó para amedrentar y dañar a la esposa de la que se estaba divorciando. La escondió muchos años. Un día, borracho,le contó la verdad de porqué la escondía en un clóset cuando llegaban visitas. Ella buscó a su mamá y la encontró. Conoció también a sus hermanos; se enamoró del más grande. Un amor limpio, me jura. Conscientes de lo que iban a hacer, se fueron a vivir juntos, procrearon dos hijos. La madre de ambos la ve a ella no como la hija que volvió, sino como la nuera que destruyó a su familia. Ahora viven separados, ella vive con un fotógrafo, tienen un hijo, al que amamanta mientras platica, cubierta con una cobija de bebé. Después me muestra las fotos de sus otros hijos, los primeros, cada uno vive con unos abuelos, a ella apenas le permiten verlos.

Nuestra larga conversación se fue diluyendo con la claridad de la tarde, siempre vi su rostro a contraluz de una ventana sin postigos; al final, ya en la penumbra de su cuarto y de su historia, intuyo las lágrimas sobre su mirada verde, su voz la delata. Concluye con un: "Quiero estar bien con Dios y vivir en paz." En esta historia todos han sufrido, quizá no todos se han equivocado, o no de la misma forma, pero todos traen su propia herida; todos son hijos de Dios, y Dios ha sufrido con ellos. Padre, me grita cuando ya voy caminando, lo veo el domingo. La espero, le respondo, y Dios también. Y me voy preguntándome cómo puede Dios esperar a alguien de quien nunca se ha separado.

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