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Pentecostés: La fiesta del Espíritu Santo

Juan 20, 19-23

Este domingo es domingo de Pentecostés, mucho habría que decir sobre esta celebración, que en su origen era una fiesta judía; en el libro de los Hechos de los Apóstoles, la venida del Espíritu Santo sobre el reconstruido grupo de los Doce (con Matías en lugar de Judas Iscariote), que permanecía reunido junto con María, la madre del Señor, coincide con el día de pentecostés. De ahí que para la Iglesia Pentecostés y la fiesta del Espíritu Santo sean una misma fiesta.

Pero mi comentario no es al relato de los Hechos de los Apóstoles, que también se leerá en la eucaristía de este domingo, sino al evangelio de Juan, que narra su propia versión de la venida del Espíritu Santo. Estamos en una de las escenas finales del evangelio, en la primera aparición de Jesús Resucitado al grupo de sus apóstoles, que estaban encerrados en una casa por miedo a los dirigentes judíos. Jesús se apareció en medio de ellos, y les dijo: "¡La paz esté con ustedes!", dos veces; luego les dijo: "Como el Padre me envía, así los envío yo", hay aquí un mandato misionero; finalmente Jesús sopló sobre ellos y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo, a quien perdonen los pecados, Dios se los perdonará; y a los que se los retengan, Dios se los retendrá."

Estamos casi al final del evangelio, y no es en esta escena donde por primera vez es mencionado el Espíritu Santo. De él se nos ha dicho antes, en el capítulo 1, que Juan el Bautista vio que descendía sobre Jesús, y que Jesús bautizaría con el Espíritu Santo. Y a partir de ahí comenzó su ministerio público. Más adelante, en el capítulo 3, Jesús debatirá con Nicodemo, y le dirá que para ser del reino de Dios hay que renacer del agua y del Espíritu Santo. Es importante que el Espíritu ha quedado asociado a la idea de un nuevo nacimiento y del inicio de la misión de Jesús.

Más adelante, en el contexto de la última cena, Jesús anunciará cinco veces la llegada del Espíritu como abogado, como verdad, como comprensión de las enseñanzas y de la vida de Jesús. Finalmente, en 19,30, el evangelista anotará que en el momento de su muerte en la cruz, Jesús "entregó el Espíritu". La siguiente aparición del Espíritu Santo tendrá lugar en la escena que nos ocupa, en que también viene evocado como aliento o como soplo. El último aliento de Jesús en la cruz, y el soplo del Crucificado Resucitado son el cumplimiento de los anuncios realizados en la última cena.

Hay que recordar aquí que tanto en griego (pneuma) como en hebreo (ruah), espíritu es también soplo o aliento. Y no perdamos de vista que el gran trasfondo del Espíritu está en los primeros versículos del Génesis, el libro de la Escritura que nos habla de la creación. Y el Génesis nos cuenta que, antes de dar inicio a la obra de la creación, "el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas", o "el aliento de Dios soplaba sobre las aguas". Y entonces la presencia del Espíritu es siempre un soplo creador de Dios.

De manera que lo que Juan nos presenta hacia el final de su evangelio es la obra re-creadora de Dios por medio de su Hijo. En la cruz y en la resurrección, dos momentos o dimensiones de una misma realidad, Dios ha hecho nuevas todas las cosas. Más aún, la nueva creación brota de un acto de amor y de perdón. En otras palabras, desde el perdón somos, y aprendemos a ser, creaturas nuevas. Ya desde antiguo los Padres de la Iglesia veían en la cruz el nuevo árbol de vida; no es mera anécdota que el evangelista describa a Jesús Resucitado mostrando las heridas de sus manos y de su costado abierto, costado del que nació la Iglesia, el pueblo de los perdonados, el pueblo de los re-creados, el pueblo de los siempre amados, de los incondicionalmente amados.

Si desde la cruz hemos recibido la plenitud del Espíritu, y en la cruz resucitó el Señor, las narraciones joánicas que despliegan el misterio pascual en tres momentos (cruz-resurrección-envío del Espíritu Santo) significan que la experiencia y la comprensión de este misterio se da paso a paso. No fue fácil para los discípulos de Jesús ver a su Maestro colgado de manera infame en la cruz; no podían comprender en ese momento que Jesús había sido ya levantado de la muerte por el Padre; tuvieron que pasar por un fuerte proceso de contemplación y maduración que no tenía su origen en ellos, sino en el Espíritu que el mismo Jesús les había dado ya en plenitud; esta comprensión no podía sino ser acción y regalo del Espíritu de verdad prometido la noche de aquel primer jueves santo de la historia.

Y después de comprender esto, la misma experiencia de los discípulos de Jesús los impulsó a compartir esta vivencia; comprendieron que el Señor estaba vivo, que los había revestido de su Espíritu, y que los enviaba a compartir su experiencia, a comunicar la presencia del Señor y de su vida nueva, a comunicar el gozo de haber sido recreados desde el amor y el perdón; y asumieron esta misión con urgencia. El mandato recibido del Señor resucitado de perdonar pecados no era un privilegio o un poder, sino una responsabilidad y una responsabilidad fuerte: Si no comunicaban el perdón, no detonarían en los demás la capacidad de ser curados/salvados/hechos creaturas nuevas. Y a este amor que comunica vida plena y perdón re-creador lo llamamos Espíritu Santo, lo acogemos con gozo y gratitud, y con la confianza de que Él nos ayude a construir perdón re-creador y justicia con misericordia.

Pentecostés para nosotros, que vivimos días difíciles de violencia y corrupción, en todas partes; para nosotros, que cada mañana sabemos de un preso inocente; para nosotros, que seguimos esperando justicia y nos resistimos a perder la esperanza; para nosotros, que contemplamos las heridas del Señor en su Cuerpo lastimado que camina en la historia y ante él nos abrimos a su Aliento de Vida; para nosotros, pues, Pentecostés es la fiesta del perdón, la fiesta de la re-creación, la fiesta de la misión, la fiesta de saber que el amor de Dios nos llena de vida nueva y nos impulsa siempre a empezar de nuevo.

Escribo y pienso en un joven vecino de mi comunidad que platicó conmigo anoche. Buen hijo, buen esposo, buen padre de dos niñas, se gana la vida como chofer. El lunes, mientras conducía su auto, una camioneta a exceso de velocidad provocó un accidente tremendísimo; este joven, trató de controlar su auto, pero no pudo evitar atropellar a un señor que estaba en la acera con sus dos hijos; los hijos están bien; el señor, se debate entre la vida y la muerte; el de la camioneta logró escapar, mi vecino se bajó a auxiliar al señor y a los niños; fue detenido; la familia del hombre atropellado trató de lincharlo por asesino. Ayer por la tarde logró salir bajo fianza, la declaración de los niños y los testigos coinciden en su inocencia, pero la responsabilidad penal lo obliga a continuar el proceso judicial. Él no huye a eso, además de que cuenta con el seguro pertinente para tratar de reparar en algo el daño. No aceptó demandar a quienes lo tienen amenazado porque entiende su dolor. Pero le duele y no comprende haber formado parte de una desafortunada cadena de circunstancias que den muerte al padre de dos niños y esposo de una mujer embarazada. Y llorando se pregunta la eterna pregunta sin respuesta: ¿Por qué a mí? "¿Qué hice para vivir lo que estoy viviendo? Soy chofer desde hace 12 años, no tomo, considero ser responsable, y siempre le he pedido a Dios que si yo provocaba un accidente, que los daños me pasaran a mí y no a los otros."

Esta semana he escuchado todos los días historias como ésta, marcadas por el dolor y la pregunta sobre Dios. Historias de inocentes crucificados que hay contemplar con ojos de discípulos, para recibir desde ellas el Aliento que nos permita comprender, y comunicar y re-crear la vida ahí donde la fiesta parece haber terminado.

A todos, un abrazo en el Espíritu, que es el Abrazo entre el Padre y el Hijo.

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