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Testigos de la Transfiguración

Marcos 9,2-10

 

“Sólo los ángeles pueden permitirse el lujo de ser espectadores”, eso dijo Gris Marsala, la monja que también hacía labores de albañilería en la Parroquia de nuestra Señora de las Lágrimas, en Sevilla, al P. Lorenzo Quart, el sacerdote que más bien parecía un agente tipo James Bond, o ejecutivo de empresa, al que la Santa Sede envió a Sevilla para investigar las muertes ocurridas en esa vieja parroquia que se resistía a ser derrumbada, “una iglesia que mata”, según decía el mensaje que un hácker logró introducir en la computadora personal del mismísimo Santo Padre. 

 

Esta novela, La piel del tambor, de Arturo Pérez Reverte, también está en el top 10 de las que recuerdo con emoción. A primera vista sus personajes podrían parecer irreales, pero lejos de ser ángeles, son profundamente humanos. El P. Quart, es en sacerdote que en la novela apenas celebrará misa una sola vez y no sin resistencias; una vieja aristócrata que prefiere una coca fría a un café caliente; su hija, la guapa Macarena Brúner, que vive para no dejar morir la frustrada historia de amor de su antepasada Carlota Brúner con el capitán Xaloc, de la que son testigos las perlas que sirven de lágrimas a la Virgen de la parroquia que se resiste a morir, y que por eso mismo se llama Nuestra Señora de las lágrimas; don Ibrahim, un viejo y gordo abogado cubano; el potro de Mantelete, eterno boxeador derrotado; y la Niña Puñales, cantaora de lunar y fleco; los tres son comparsas de los malos de la novela, banqueros ambiciosos; trabajan para ellos, pero a estos tres amigos todo les sale mal en la vida, y da ternura verlos siempre fracasados pero tan juntos.  Y el P. Príamo Ferro, el anciano párroco de Nuestra Señora de las lágrimas, antiguo cura rural, de las montañas, que tiene como pasión mirar el cielo en las noches. 

 

Pedro, Santiago Juan, fueron testigos de la transfiguración de Jesús, lo mismo que de casi toda su vida pública; testigos, que no espectadores, pero no eran ángeles, sino seres humanos, varones —ahora da una cierta pena que no haya habido mujeres testigos de la transfiguración, pero aquellos eran otros tiempos, y ya suficientemente escandalosa era la presencia de Magdalena en el movimiento de Jesús, tanto que a dos mil años de distancia nos seguimos creyendo el chisme que desde pronto se armó para desacreditarla, que era prostituta. A las mujeres que levantan la voz y salen a las calles y son descalificadas de “locas” y “endemoniadas”, les digo: ¡no bajen la voz!, ustedes no son ángeles para ser espectadores de la historia; ustedes son hijas de Dios y, por lo tanto, protagonistas de la historia y de la salvación—.

 

Elías y Moisés tampoco fueron ángeles. Elías enfrentó sus luchas contra los sacerdotes de los falsos dioses extranjeros, ardió de celo por amor a Yahvé, y sufrió por amor a Yahvé; perseguido, se refugió en la montaña, en el monte Horeb, donde una brisa suave, el Soplo de Dios, le devolvió la paz. Por su parte, Moisés no tenía aún uso de razón y ya su vida estaba en peligro; astutamente su madre lo hizo “encontradizo” para la hija del Faraón y ella se ofreció como nodriza; así que Moisés creció comiendo a la mesa del que ordenó su muerte. Ya adulto, conocedor de su verdad, arrebatado de coraje y compasión, mató a un egipcio que golpea a un esclavo hebreo, y huyó la nada despreciable cantidad de ¡40 años!, antes de enfrentar su destino primero frente a la dureza del corazón del Faraón; y luego la dureza del corazón de su propio pueblo, que en el desierto de la libertad prefería volver a Egipto y se hizo de un becerro de oro para adorarlo mientras Moisés estaba con Yahvé, en la montaña, recibiendo las tablas de la Ley. Digo esto porque a veces, sólo a veces,  pensamos que únicamente nosotros sufrimos, y que los héroes de la Biblia eran ángeles. Y no, eran seres humanos de carne y hueso, como nosotros, mujeres y hombres que sufrieron, lucharon unas veces con gigantes como Goliat, y otras veces, las más veces quizá, consigo mismos, con sus dudas y sus miedos.

 

Pedro, Santiago y Juan fueron los primeros a quienes Jesús llamó para ser sus discípulos y a todas vistas sus amigos más cercanos; los que más lo conocían y, sin embargo, no fueron testigos de la crucifixión de su Maestro porque llegaron a ese día sin acabar de comprenderlo. Como si a Pedro —que murió sin saber que había el primer Papa de la historia— lo que le interesara de la curación de su suegra fuera la posibilidad de hacerse de fama y de la administración de un poder terapéutico no visto antes; como si Santiago y Juan hubieran dejado la barca de su padre —su pequeña empresa pesquera— a cambio de convertirse en influyentes y ricos funcionarios del Reino de Dios predicado por Jesús. Eran ambiciosos. Pero no dejaron de ser amados.

 

Todos traemos el corazón cargado de historia; de miedos, de dudas; de cicatrices de viejas heridas; y también de lucecitas que brillan como estrellas en lo más oscuro de la noche. Como las estrellas que veía don Príamo Ferro, en su lejana y olvidada parroquia de las montañas; estrictamente hablando, los olvidados eran él y los habitantes del pueblo. 

 

“¿Qué sabe usted (…) y qué saben sus jefes en Roma, con su mentalidad de funcionarios?... ¿Qué saben del amor o del odio, salvo definiciones teológicas…?” Con estas palabras interpeló al P. Quart en uno de sus encuentros de noche y en azotea, junto a un telescopio, mirando estrellas; Quart le lanzó a continuación un dardo: “Me pregunto —Quart lo miraba con dureza— si aún tiene usted fe. Le respondió: “Aún es adverbio de tiempo (…) Pero yo perdono los pecados (…) y ayudo a morir en paz.” Por supuesto, el correcto P. Quart lo corrigió, mordazmente, “No es usted quien perdona (…) sólo Dios puede hacerlo.” La banderilla clavada desató la pasión de toro en el corazón del viejo cura, que le soltó uno de los mejores discursos que he leído en mi vida sobre la fe, y qué importa que sea de novela:

 

         Cuando yo era un joven sacerdote leí toda la filosofía de la Antigüedad: de Sócrates a san Agustín. Y toda la olvidé, salvo un gusto agridulce de melancolía y desilusión. Ahora, con sesenta y cuatro años, lo único que sé de los hombres es que recuerdan, que tienen miedo y que mueren (…)

 

            Durante mucho tiempo lo busqué allá arriba. Me habría gustado tener unas palabras con Él; una especie de ajuste de cuentas, mano a mano. Vi sufrir y morir a mucha gente… Olvidado por mi obispo y quienes lo rodeaban, viví en una soledad atroz, de la que salía para decir misa cada domingo en una iglesia pequeña y casi vacía, o para caminar bajo la nieve y la lluvia, chapoteando en el barro, llevando la extremaunción a ancianos que sólo esperaban mi llegada para morirse. Y durante un cuarto de siglo, sentado a la cabecera de agonizantes que se agarraban a mis manos porque yo era su único consuelo, sólo hablé en una dirección. Jamás obtuve respuesta (…)

 

            ¿Cómo preservar, entonces, el mensaje de la vida en un mundo que lleva el sello de la muerte? … El hombre se extingue, sabe que se extingue, y que a diferencia de reyes, papas y generales, no quedará ninguna memoria de él. Tiene que haber algo más, se dice. De lo contrario, el Universo es una broma de mal gusto; un caos desprovisto de sentido. Y la fe se convierte en una forma de esperanza. Un consuelo (…) Qué más da que yo tenga fe o no la tenga… Los que acuden a mí sí la tienen. Y eso justifica de sobra la existencia de Nuestra Señora de las Lágrimas.

 

            La desnuda no se sostiene. La gente necesita símbolos con los que abrigarse, porque fuera hace mucho frío. 

 

Eso es la transfiguración. Un momento de luz y de calor en la oscura y fría noche que se avecinaba a Jesús, la noche de su cruz; en el ocaso de sus discípulos incapaces de entenderlo porque tenían el corazón puesto en sus propias ambiciones. Un momento de noche frente bajo la oscuridad adornada por las estrellas, las mismas que contemplaba el P. Ferro; como el mismo P. Ferro para sus feligreses, los que se aferraban a su mano para no dar solos el paso de la muerte y dejar atrás las preguntas que nos vienen a todos en esos momentos que nos carcomen el corazón y nos hacen sentir que son los últimos; y en estos días de pandemia, donde vemos sufrir y morir a mucha gente, y nos preguntamos si no será que el Universo es una broma de mal gusto. 

 

Pareciera que Jesús tuvo que retirarse a la montaña para escrutar el cielo y en el silencio buscar el eco de las Palabras del Padre que en el bautismo lo llamó “Mi hijo muy amado”. Pareciera que Elías y Moisés estuvieron ahí, con Pedro, Santiago y Juan para que la humanidad de todos los tiempos sepa que ser hijo de Dios no ahorra ni el miedo, ni las dudas, ni el dolor, ni la brutalidad, ni la injusticia ni la muerte. Y, sin embargo, que el intenso, infinito e incondicional amor de Dios pone luces en el cielo de la noche y hace brillar su gloria por encima de nuestras cruces, las de antes y las de ahora en la pandemia.

 


“Con toda nuestra miserable condición a cuestas —terminó el P. Ferro—, los curas como yo seguimos siendo necesarios… Somos la vieja y parcheada piel del tambor sobre la que aún redobla la gloria de Dios.” Nosotros los curas y nosotros, todos los bautizados; nosotros, los que seguimos teniendo confianza en el Amor y esperanza en la Vida. Nosotros, los que contemplamos la noche y vemos las estrellas y sabemos que ellas seguirán brillando después de que nosotros nos hayamos ido, como lo han hecho desde hace miles de años antes de que nosotros llegáramos, porque las estrellas son como el Amor de Dios, que  no cambia y brilla más cuando es de noche. Nosotros, los que no somos ángeles y, por lo tanto, nos cansamos y tenemos miedos, dudas y hambre; nosotros, los que no somos ángeles y, por lo tanto, moriremos. Nosotros, los que no somos ángeles, y ¡qué bueno! Porque somos Hijos del Padre, mujeres y hombres de carne y hueso como Jesús; amados por Dios y capaces de amar como Jesús. Como Jesús, un día nos veremos transfigurados por el Amor y en la eternidad; Y por eso nosotros decimos a nuestros hermanos lo mismo que dijo el Padre: ¡escúchenlo! A Él, a Jesús; no a los que fustigan odio, miedo, escrúpulos y desesperanza. Lo decimos nosotros que no somos espectadores, sino testimonio de lo que el Padre realiza cuando nos refugiamos en Él y cerramos los ojos a la noche sin renunciar al pirotécnico brillo de las estrellas.

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