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El "triunfo" de Jesús

Domingo de Ramos

Marcos 11,1-10

 

 

Su pueblo lo llamó “Africanus”, el africano; y sin él Roma no habría llegado a ser el imperio que fue. Publio Cornelio Escipión. Fue iniciado en la guerra por su padre, y entrenado militarmente por su tío, de quien aprendió a hacer un giro con la espada muy propio de su familia para entrar en combate a muerte.  Conocedor de la derrota y el exilio, a Escipión el Africano, el Senado de Roma se negó reiteradamente a concederle el llamado “triunfo”, la entrada festiva en la ciudad reservada sólo para los cónsules que hubiesen conseguido una gran victoria militar. Al Africano se le concedió finalmente sólo después de derrotar a Aníbal Barca, de Cartago, en su propia tierra al norte de África, la mayor amenaza de Roma hasta entonces, dos siglos antes de Cristo. 

 

“¡Imperator, imperator, imperator!” lo aclamaban los militares de las llamadas “legiones malditas”, las que conocieron con él la derrota y el exilio, las que regresaron de su maldición para arrebatar a Cartago Hispania, y derrotar a Aníbal. “¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!”, gritaban las legiones malditas a una sola voz. 

 

“Sólo él, Publio, de entre todos ellos, sabía que hasta allí mismo, hasta ese lugar, tendría él, como general en jefe, que llevar a sus tropas, más allá del límite de sus fuerzas, cruzando la frontera de su capacidad, pasado el extremo de su resistencia… pues allí tendría, más tarde o más temprano, que conducirlos a todos: hasta el mismísimo infierno”, hasta vencer al mayor de sus enemigos. Fue así que lograron doblar la envidiosa resistencia del Senado, y se hicieron de la admiración de los romanos. Consiguieron su triunfo: su entrada victoriosa en Roma, haciendo gala de su heroicidad, exhibiendo a sus rehenes como trofeos, a Aníbal en primer lugar. Santiago Posteguillo narra la historia, con prosa larga pero fluida, en su trilogía Africanus

 

¡Qué distinto el evangelio! ¡Qué distinto Jesús! ¡Qué distintos su triunfo y su vitoria! Como una parodia, como una caricatura de los triunfos romanos, Jesús entra en Jerusalén sin permiso de nadie; no exhibe fuerza, no disimula su debilidad; con su corazón libre de soberbia y lleno de misericordia; montado en un asno y no en corcel “un pura sangre”; con su “legión” de mujeres y hombres libres, liberados de oprobios y de vergüenza; libres, liberados del hambre y del poder del mal; libres, liberados de ese sentimiento que nos a veces nos ahoga, de sentir que no valemos nada y que esta vida es una porquería que hay que sobrellevar con dignidad; libres y liberados, que lo aclaman rey, y bendicen a Dios por ello. Mujeres y hombres que no saben de guerras en el campo de batalla, pero saben de la lucha diaria por sobrevivir; mujeres y hombres oprimidos y humillados; acostumbrados a la burla, al desprecio y a la explotación; son libres de aclamar a Jesús, de coronarlo y de esperar la llegada de un futuro distinto para todos. 

 

A diferencia de Escipión el Africano, Jesús no conquistó ninguna tierra, pero hoy a lo largo del mundo, una multitud de mujeres y hombres toman su nombre para identificarse como su pueblo, cristianos. Mujeres y hombres caricaturizados, deformados por el imperio al que Jesús dejó en ridículo. Su victoria sobre Roma fue enteramente sorprendente, subversiva, casi surrealista. Roma lo ridiculizaría a él unos días más tarde, vistiéndolo de púrpura, coronándolo de espinas, clavándolo en la cruz. No obstante; en su derrota, Jesús venció a Roma. 

 

Escipión el Africano llevó a sus legiones hasta el infierno, y hasta el infierno lo siguieron. Jesús, en cambio, bajó hasta el infierno, por los suyos, que somos todos, también la Roma que lo crucificó. Bajó hasta el infierno, conoció la burla y los escupitajos; conoció la muerte injusta, temprana y violenta; conoció la derrota y en su derrota halló el triunfo, porque en la derrota encontró a los suyos, a los humillados, a los ninguneados, a los burlados, a los que además son víctimas de la invisibilización, que es una segunda muerte, quizá más ofensiva y dolorosa que la otra.

 


En la derrota, el mundo conoció el amor y su victoria. En la derrota de la cruz, Jesús se solidarizó con la humanidad vencida y humillada, con “los nadie”, como decía Eduardo Galeano, “que valen menos que la bala que los mata”. En la derrota el mundo conoció el amor de verdad, el que no se arredra ni se vende; el que no huye aunque tenga miedo; el que no busca venganza, aunque sea afrentado; el que busca rescatar víctimas, no ocultarlas; el que alcanza para perdonar al que humilla y mata, porque guardarles rencor es rebajarse al nivel de su inhumanidad; y el amor, en cambio, se rebaja y se humilla a sí mismo para no dejar solo al amado, y en el amor muestra la divinidad de que está hecho lo verdaderamente humano.

 

Nuestros días son los días del triunfo del Señor, que sigue muriendo en tantos enfermos, en tantos pobres, en tantos desesperados. Nuestro Señor sigue entrando victorioso con la urgencia del amor, como entran los paramédicos, ahí donde la vida se escurre y la sobrevivencia es el trofeo de cada día; ahí donde el día es una lucha constante contra la muerte; y la noche, es la misma lucha, pero a oscuras y contra el tiempo. Nuestro Señor entra victorioso abajándose hasta el infierno de la enfermedad y de la muerte. Jesús, nuestro Señor no nos lleva al infierno, él baja hasta el infierno para sacarnos de ahí y llevarnos con él. Nuestro Señor no se complace con la muerte de nadie, pero se conmueve con la muerte de los que mueren resistiendo, confiando, perdonando, amando. Nuestro Rey sigue entrando a lomos de burro, pronto para curar, para perdonar, para incluirnos en su mesa, para partir el pan, para morir por nosotros; para resucitarnos. 

 

No son días de triunfo a los ojos del mundo, porque no puede ser triunfador un mundo donde la salud y la comida son el privilegio de pocos y el anhelo de muchos; no son días de triunfo para un mundo que se dice víctima de un virus que enferma y mata sin distinciones; las distinciones ya estaban puestas desde antes, porque no es lo mismo enfermarse con el respaldo de una cuenta sobrada de ceros, que con sólo lo necesario para llegar al día siguiente; y a veces ni eso. No son días de triunfo, porque hay luto en las familias. Ninguna familia se ha librado de llorar a un familiar o amigo muy cercano. 

 

Pero son días de esperanza y, en la esperanza son días de la subversiva victoria de nuestro Dios que, oculto en el infierno de la historia, nos prepara para el amanecer que no conocerá el ocaso. Son días de esperanza, para aguardar el regreso triunfal de los que nos arrebató la pandemia; son días de esperanza, para conservar en el corazón el recuerdo de los que murieron antes de tiempo. Y sobre todo, son días de esperanza en el triunfo del amor que comprende y perdona, del que no se contamina de resentimiento, del que no echa culpas. Son días de esperanza; días para resistirse a la esperanza de que el pan llegue a los que tienen hambre; y la alegría a los que ahora lloran; a la esperanza de reencontrarnos con los que han partido y recuperar los abrazos que se rompieron. Son días para aguardar con esperanza la hora en que mujeres y hombres que luchan contra la muerte en los hospitales, puedan por fin volver a casa a dormir y descansar, a jugar con sus hijos sin miedos ni reservas. A compartir la victoria del Señor al que ayudaron. 

 

Son días de esperanza, porque la historia se escribe desde abajo y desde los últimos; porque la historia del Reino se escribe desde los perdedores, no por envidia ni resentimiento ni por mediocridad, porque los vencedores ya tienen su oro, su medalla, su lugar en el podio y en las crónicas. Pero los perdedores necesitan quién les cure las heridas de una batalla en la que no pidieron luchar y en la que prefirieron morir, dar la vida como nuestro Señor, antes que matar. Para ellos en primer lugar; para todos, porque así de grande es su corazón, Jesús entra en Jerusalén, a contar la historia como no se ha contado; a triunfar, como sólo Él ha triunfado; a morir, como mueren los grandes; a resucitar, como resucitaremos los hijos del Padre.  

 

 

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