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Un oscuro demonio

Marcos 1,21-28

 

—¿Por qué está tan oscuro?— preguntó Bastian a la joven emperatriz de Fantasía.

—Al principio, siempre está oscuro— le respondió.

 

El diálogo ocurre en la película La historia sin fin, de un nostálgico año 1984; cuando finalmente Bastian acepta que él mismo forma parte de la trama del libro que está leyendo, cuando la Nada, la oscura y terrible nada, lo ha destruido todo, excepto un luminoso grano de arena del antiguo reino, tan diminutoo que cabe en la palma de la mano de la joven emperatriz, que agonizaba y necesitaba de un nuevo nombre para salvarse y salvar a su reino.

 

Los principios siempre son oscuros. Lo primero que creó Dios, según el relato del Génesis, fue la luz; antes de ella todo era, como dice el mismo relato, “caos y confusión”, que aparecen así como sinónimos de oscuridad. Sin luz no vemos nada, ni lo que hay delante o detrás de nosotros, ni lo que tenemos ni mucho menos lo que somos nosotros mismos. El problema está en que, después de mucho tiempo de oscuridad, el encuentro con la luz provoca una reacción inicial desmedida de miedo o de rechazo. Se requiere de tiempo para acostumbrarse a la luz. Pero, como dijo a Bastian la esposa del viejo gnomo científico, “tiene que doler para sanar”.

 

La narración evangélica de san Marcos comienza con momentos de oscuridad: la opresión del Imperio Romano y el encarcelamiento de Juan, el bautista. Pero, aunque esté oscuro, por oscuro que esté, siempre hay también un algo de luz. En el evangelio, se trata de la luminosa experiencia que tuvo Jesús en su bautismo, cuando vio que el cielo se abrió, el Espíritu descendió sobre Él, y escuchó la voz del Padre que lo llamaba “¡mi Hijo amado!” Desde ese momento de luz, desde la certeza de ser Hijo amado del Padre, Jesús pudo enfrentar la oscuridad de las tentaciones en el desierto; y salir a predicar la buena noticia de la llegada del Reino de Dios, de ese Dios que es nuestro Padre. 

 

Después de dar inicio a su predicación, y de comenzar a hacer visible la llegada del Reino con la creación de una nueva fraternidad, Jesús entró un sábado en la sinagoga de Cafarnaúm. La narración dice que Jesús enseñaba y que su enseñanza estaba revestida de autoridad, aunque no se nos dice cuál era; seguro nada que no sepamos hasta este momento. Así que probablemente estuviera predicando que no hay nada en el mundo tan maravilloso como el amor de Dios, que es nuestro Padre, que nos ama tanto y de tal manera que nada puede destruir este amor; aunque por eso, porque somos sus hijos, todos, y porque eso no cambia, nadie tiene derecho ni a oprimirnos o a excluirnos, como hacían los romanos… y los sacerdotes del Templo de Jerusalén y los fariseos defensores de la ley de la pureza que, peor aún, no se escudaban en dioses extraños e inexistentes, como los romanos, sino en el Dios de la Alianza, el Dios de la libertad, el que nos dio la vida, el que nos alimenta como una madre a sus pequeños, con leche y miel, el que nos levanta de nuestras postraciones y nos atrae hacia sí con lazos de amor y cuerdas de ternura, como escribió el profeta Oseas. Y que, por lo tanto, lo menos que podíamos hacer era buscarnos a nosotros mismos con ese mismo amor y tratarnos con esa misma ternura; buscarnos para rescatarnos, para celebrar el amor del Padre y como hermanos que somos, esforzarnos porque la fraternidad sea una realidad para los que más lo necesitan, los pobres, los marginados, los pecadores, los impuros y…

 

… Y ahí seguramente fue que uno de los asistentes a la sinagoga se puso furioso; el demonio que anidaba en su oscuridad, el orgullo, la vanidad, el perfeccionismo; o por decirlo de otra manera, quizá el miedo o la inseguridad de no ser suficiente, lo llevaron a una observancia escrupulosa de la Ley, con el oscuro propósito de agradar a Dios, de garantizarse un lugar en la sinagoga y en la presencia de Dios. ¡Y venir a escuchar ahora que para ser amado por Dios no necesita hacer nada, porque Dios nos regala su espíritu junto con la vida, y encima que hay que buscar amar con el mismo amor a los impuros, a los pecadores, y a los cínicos que no cumplen la Ley! ¡Imposible! Ellos tenían cálculos, expectativas; en su estrecha mentalidad, no había lugar para “errores”. En Jesús, como en el Padre, en cambio, no hay expectativas, sino esperanza, la esperanza de la salvación de todos sus hijos, aunque ello vaya en contra de todos los cálculos. Para el amor, las cuentas que no suman no cuentan.

 

Mohamed, Momo, es el protagonista de la novela La vida ante sí, de Émile Ajar. Momo es un niño huérfano musulmán, acogido y cuidado por la señora Rosa, una anciana judía sobreviviente de Auschwitz, que cuida a hijos de prostitutas y de emigrantes ilegales en su pensión. “Al principio, yo no sabía que la señora Rosa me cuidaba por un giro que recibía al final de cada mes. Cuando me enteré, tenía ya seis o siete años, y para mí saber que era de pago fue un golpe. Creía que la señora Rosa me quería desinteresadamente y que éramos algo el uno para el otro. Estuve llorando toda una noche. Fue mi primer desengaño.”

 

El desengaño de Momo fue el opuesto al del endemoniado en la sinagoga de Cafarnaúm. Y, por sus palabras en plural, parece que no era el único que pensaba de esa manera. Él o ellos pensaban que Dios los quería porque le pagaban su tarifa de buenas acciones, de esmerada pureza bien cuidada, de observancia escrupulosa. ¡Les molestó que Dios los quisiera gratuitamente, porque es nuestro Padre y no por lo que le dábamos a cambio! El evangelio está escrito desde la perspectiva cristiana. Visto desde una perspectiva farisea fanática y purista, seguro que Jesús sería descrito como el personaje endemoniado. De hecho, más adelante Marcos da cuenta que los maestros de Ley acusaban a Jesús de estar poseído por el espíritu de Belzebú; y su misma familia fue a buscarlo para llevarlo de regreso a casa porque decían que estaba “loco”. 

 


Al principio todo está oscuro; pero después la luz pone orden y da sentido al caos y la confusión que viven en la oscuridad, que se resisten a irse y reaccionan con vehemencia, con furia excluyente y, en el extremo, homicida. No fue fácil para Jesús iniciar el Reino de Dios; no fue fácil volver al corazón de la Alianza, de la Ley y de la revelación, el intenso e incondicional amor del Padre, que espera que nos veamos como Él nos ve y nos tratemos como Él nos trata; que nos vinculemos con los mismos lazos de amor y las mismas cuerdas de ternura, como expresó el profeta Oseas. 

 

Bastian se dejó interpelar por las palabras del libro que leía, hizo lo que le tocaba, salvó lo que estaba salvar a su alcance —el reino de Fantasía—, y desde su propia fantasía, creó para sí una nueva vida; y para la emperatriz, un nuevo reino. Jesús predicó con la esperanza de que nos dejáramos interpelar por su palabra, que es divina y que, agradecidos por el intenso e incondicional amor del Padre con que hemos sido amados, nos demos a la tarea de salvar a quienes tenemos a nuestro alcance, de crear el Reino de Dios. El problema, como alertó años más tarde, el Discípulo Amado, el autor del cuarto evangelio, es que la Luz venga a los suyos, y los suyos no la reciban.

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