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¿Y si dejamos el Ángel como quedó?

Lucas 12,49-53

Independientemente de lo que pueda pensar, que pienso mucho, sobre los bancos y el sistema bancario, me gustan en general las conferencias de Aprendamos juntos, patrocinadas por BBVA. En unas de las últimas, José Manual Zapata, tenor español, diserta sobre la música y la importancia de educarnos en la buena música. Comienza su charla haciéndonos escuchar los latidos de un feto llamado Iñaki, de 6 semanas, acelerados, 160 por minuto. Nos dice que la música tiene ritmos, y uno acelerado como el del corazón de Iñaki, se llama allegro. Después escuchamos empalmados los latidos de Iñaki con el Réquiem de Mozart, la música para un funeral. Con ello, nos dice, que sólo quiere mostrar cómo es que la música, una misma música, la buena música, nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte. A esto de la música que acompasa nuestra vida, a la música que nos pone en la misma sintonía a unos con otros, a esta música que nos iguala a unos y otros, Jesús la llama “Fuego”, y no es otra cosa que el Espíritu Santo.

Fue este mismo Espíritu el que me condujo a la librería Gandhi, de Miguel Angel de Quevedo, mientras en Reforma, en la columna de la Independencia, y en la glorieta de Insurgentes, se llevaba a cabo una manifestación que los medios de comunicación han calificado de “vandálica”. El lunes pasado apenas me fui a caminar a Reforma en la tarde noche, y me senté un rato a contemplar nuestro monumento a la Libertad, y hasta fotos tomé. De la Victoria Alada levantada a inicios del siglo XX por el Arquitecto Antonio Rivas Mercado, por encargo del Presidente Porfirio Díaz, para conmemorar el primer siglo de la independencia nacional. Que por cierto al Arquitecto Rivas Mercado le enfadaba enormemente que a su Victoria se le llamara “Ángel de la Independencia”, como finalmente la llamamos todos. 

Más tarde, cuando pasé por ahí, entre ruidos de sirenas y gritos de gente, vi el estado en que quedó el “Ángel”.  Pensando en todo lo que hay detrás, en la violación de una joven por parte de cuatro policías, como culmen de una larga cadena de impunidad contra las mujeres,  escuchando las palabras de Jesús, me pregunto: ¿Hasta cuándo arderá entre nosotros el Fuego traído por Jesús?, ¿hasta cuándo actuaremos movidos únicamente por el Espíritu Santo, que es Espíritu de fraternidad, el Espíritu que nos hace hijos de Dios? Y no dejo de preguntarme: ¿Y si dejamos así el Ángel?

Yo sé que los monumentos están ahí para contar nuestra historia, para ser testigos de nuestra historia, cuando nosotros, los que la protagonizamos, ya no estemos en ella para contarla. A mí no me gusta que nadie vandalice o destruya nuestros monumentos. Pero mucho menos me gusta que las mujeres sean acosadas, maltratadas, violentadas, violadas, asesinadas y desaparecidas. Me pregunto si no será una hipocresía tener limpios y resguardados los monumentos que cuentan nuestra historia, mientras nuestra gente, especialmente las mujeres, no pueden salir de sus casas, el día que sea y a la hora que sea, a trabajar, a estudiar, a vivir, a reír, a llorar, sin el miedo a ser violadas. 

Un día preguntó Mafalda a un Felipe muy atribulado: “¿Qué te ocurre, Felipe?” “¡Algo terrible!”, le respondió; “¡Se me está aflojando un diente, mira!” “¡Uy! ¿A ver?” Mafalda tocó con su dedo el diente flojo de Felipe. “¿Qué te parece?”, le preguntó éste. “Que en este momento sos una pésima propaganda para cualquier pegatodo”. Hay a quien le parece que lo que pasó en el Ángel es una mala propaganda para nuestra ciudad, que bajará el turismo, que los empresarios no querrán invertir. Pero es más una muy mala propaganda para la humanidad, ¿quién quiere vivir en una ciudad donde la seguridad es un bien de lujo y no un bien común? Según las encuestas, la mayor parte de los varones que van a la cárcel tienen el temor de ser violados. ¿No nos dice nada que en nuestro país las mujeres vivan con este miedo en las calles, en sus trabajos, como si estuvieran perpetuamente encarceladas? 

Después, Felipe se encontró con Susanita, que intentó consolarlo: “No te amargues por ese diente flojo, Felipe; cuando se te caiga, lo ponés bajo la almohada y a la mañana siguiente te encontrarás con que los ratones te han dejado una moneda.” Felipe sonrió ampliamente: “¿Me dejarán una moneda a mííí? ¿Los ratones?” Y se fue muy contento, diciéndose por la calle: ¡Qué bichos simpáticos resultaron ser los rat…” En eso, un gato se le atravesó en el camino. Y, recordando que los gatos se comen a los ratones, Felipe lo miró con odio. Después, se lamentó con Mafalda: “¿No es espantoso? Acabo de aprender a odiar por razones económicas.” El odio se aprende. Y es feo odiar por vandalismo. Pero es más feo no sentir nada frente a las mujeres cuyas vidas quedan destrozadas, las más de las veces calladas, entre culpas y vergüenzas injustas.

En la narrativa de El abogado de Pablo, de Gerd Theissen, se hace eco de algunos rumores que corrían en los tiempos de las primeras comunidades. Se decía de los cristianos que eran caníbales, que comían y bebían carne y sangre humanas. Por supuesto, no entendían que se trataba del Pan y del Vino de la Eucaristía. Pero hay algo de verdad, reflexionan los personajes de la novela. En realidad, en la Eucaristía, alimentándonos de la vida de Jesús, descubrimos que en el mundo, cuando no conocemos el Evangelio, somos caníbales, nos destruimos a nosotros mismos y nos arrebatamos la comida. Pero desde la Eucaristía, aprendemos a vivir de la generosidad y la misericordia de Jesús.

Así que, no me parece descabellado preguntarme: ¿Y si queda el Ángel como está? Que nos sirva como recordatorio de conciencia, de hasta dónde hemos llegado. Cuando éramos niños, nos enseñaban en la primara las leyes de Newton; aprendimos que a toda acción corresponde una reacción de la misma intensidad pero en sentido contrario. Estudios bíblicos contemporáneos sugieren que detrás de fenómenos de posesión demoniaca se encuentran situaciones de opresión social, especialmente hacia mujeres, cuyo equilibrio emocional se perdía por frustración e impotencia. Sólo Jesús, con su compasión y su inclusión, las curaba. El vandalismo parece diabólico, pero más diabólico es lo que lo provoca. Ocultar las causas, silenciarlas, criminalizar a las mujeres víctimas, es más diabólico aún. No puedo dejar de pensar en Sor Juana Inés de la Cruz:

Hombres necios que acusáis 
a la mujer sin razón, 
sin ver que sois la ocasión 
de lo mismo que culpáis

(...)

¿Pues para qué os espantáis 
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis,
o hacedlas cual las buscáis.

Así que insisto. ¿Y si dejamos que el Ángel se quede como está, por lo menos el tiempo suficiente para que nos demos cuenta lo caníbales que estamos siendo, especialmente con las mujeres, porque no hemos logrado mantener encendido en nosotros el fuego que nos trajo Jesús, el Señor?

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