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Como un "cualquiera"

Lucas 12,32-48

—Me siento mal; creo que amanecí mal—, nos dijo una mañana el P. Parrita en el desayuno, cuando era novicio, en el 2003. Parrita no era parte de la comunidad del noviciado, pero estuvo ahí un largo tiempo de convalecencia, mientras se recuperaba de una peligrosa operación a corazón abierto. 
—¿Qué tiene?­—, le preguntamos.
—No sé— respondió­— Yo creo que baja autoestima; me siento como cualquiera de ustedes.

Miguelito Piti, el amigo de Mafalda, como Parrita, tampoco suele padecer baja autoestima. Un día, la maestra pasaba lista, mencionando a cada alumno por su apellido. 
—Jáuregui
—¡Presente!—, respondió uno levantando la mano.
—Licastro
—¡Presente!
—Nardone
—¡Presente!
—Piti
—¡Clap, clap, clap!— Miguelito aplaudió sonora y entusiastamente por toda respuesta.

Dios no tiene complejos ni baja autoestima. No le molestó hacerse como cualquiera. A nosotros no nos gusta ser cualquier cualquiera. Hemos sido educados para ser alguien, para no ser un Don Nadie, para pasar por encima de los demás si es preciso con tal de mostrar nuestra superioridad. Nos gustan los honores y las distinciones. Nos gusta destacar, e incluso aprendemos a humillar. Pero Dios no es así.

En más de una ocasión me ha tocado estar en misa como cualquier fiel, no como presbítero ni como presidente de la celebración. Ha habido ocasiones en las que, como muchos, como cualquiera, sólo espero a que termine la celebración y pasar a lo que sigue. A veces, me horrorizo de lo escucho, y siento que se apodera de mí el espíritu del rey Juan Carlos de España frente a Hugo Chávez, y me dan ganas de gritar: “¡Por qué no te callas!” Pero me aguanto. Pero a veces me pasa que escucho un mensaje que me toca el corazón y me llena de amor, de confianza y de esperanza. Como a cualquiera.

Estos días me ha pasado con la homilía de Onésimo, antiguo esclavo convertido al cristianismo por san Pablo. La homilía ocurre en la novela El abogado de Pablo, de Gerd Theissen. Theissen es un extraordinario teólogo y biblista, que ha leído los textos del Nuevo Testamento a la luz de la sociología. Cuando ve sus fotos en las solapas de sus libros, me parece un tipo sr. Burns, de Los Simpson, con peinado de secadora de salón de belleza; sin embargo, irradia simpatía.

Me gustaría algún día poder escribir ensayos tan sabios como los de Gerd Theissen, y novelas y homilías tan profundas y conmovedoras como las suyas. No cualquiera. Elabogado de Pablotiene por protagonista a un joven y talentoso abogado de Roma, Erasmo, a quien los dirigentes judíos piden que defienda a Pablo de Tarso, judío seguidor de Jesús, antiguo fanático. A Erasmo le incomoda la defensa de Pablo. Pero está enamorado de la hija de uno de los dirigentes judíos, no puede rechazar de inicio la defensa. Así que decide conocer un poco más de Pablo, de su pasado, de sus puntos débiles, de las ideas que defiende, de la fe que profesa. En el ínterin, un senador romano es asesinado por uno de sus esclavos. El senado impone la pena de muerte para los cuatrocientos esclavos del senador asesinado. A todas luces, una injusticia, la muerte de cuatrocientes inocentes por un culpable. 

Con este trasfondo, Erasmo conoce la fe cristiana predicada por Pablo: En Jesús, Dios escogió el rechazo, la maldición, la muerte injusta para salvarnos a todos. Un inocente que muerte para salvar a los culpables. En Jesús, Dios se hace cualquiera, muere como cualquiera y peor que cualquiera: rechazado y maldito, humillado, desechado como inmundicia. Si Dios ha escogido el rechazo, no hay lugar para que nadie sea rechazo por Dios.

El día y la hora de la ejecución de los cuatrocientos esclavos, los seguidores de Jesús se reunieron para celebrar la Cena del Señor. Fue su manera de protestar. Los presidió Onésimo, esclavo convertido en cristiano, porque entre los seguidores de Jesús, como enseña Pablo, ya no hay distinción entre esclavos y libres, entre varón y mujer, entre judíos y paganos. Compartiendo la Palabra, Onésimo expone una de las más bellas homilías que haya yo leído en toda mi vida. Una pena que estos discursos hermosos, profundos, sencillos, conmovedores y muy evangélicos se encuentren más en las novelas que en la vida real. 

En su homilía, Onésimo admite no tener respuestas para las preguntas, dolorosas, lacerantes, de por qué existen el mal, la violencia y la injusticia. Pero está seguro de algo. En todo momento, hasta en el más vergonzoso de los abandonos, hasta en la más cruel de las injusticias, Dios está con nosotros. Lo sabemos porque el Padre no abandonó a su Hijo en la muerte, sino que lo rescató y lo llevó consigo, dándole, a Jesús, que se humilló como un esclavo hasta la muerte y muerte de cruz, el nombre que está por encima de todo nombre. 

Según enseña Onésimo, siguiendo a Pablo, nos han enseñado a vivir según la carne, que no son los impulsos sexuales, sino esto que con siglos más tarde Darwin llamará “la ley del más fuerte”, la ley de vida que nos dice que para tener vida hay que arrebatarla a los demás, como el siervo que se olvida de quién es su Señor y come y bebe egoístamente y humilla y golpea a aquéllos a quienes debería de cuidar. Como si fueran cualquiera y no hijos de Dios. Como si el que cuida fuera dueño, y fuera más y valiera más y mereciera más. 

En cambio, Dios en Jesús actúa según no está ley de la carne, sino según el amor, la única alternativa frente a una sociedad que humilla y mata. Los senadores romanos ejecutaron a cuatrocientos esclavos inocentes porque tenían miedo de sus esclavos, porque sabían que había razones para la venganza, y quisieron amedrentarlos desplegando poder violento y homicida. Lo mismo que hemos visto en estos días en Estados Unidos, muertes por odio a los distintos, por miedo a los distintos. Para ellos, los nuestros, los de nuestra sangre, los de nuestra raza y los de nuestro pueblo, los nuestros, nosotros, somos los peor. Pero Dios, escribió san Pablo, escogió a lo peor de este mundo, a lo más bajo de este mundo, a los últimos de este mundo, para confundir a los sabios  y a los ricos de este mundo. En Jesús, Dios es el último de los cualquiera. 

Tener fe en Jesús crucificado y resucitado es confiar en el Dios que en Jesús fue crucificado, pero que no lo abandonó en la muerte, sino que lo rescató de ella. En Jesús, Dios ha invertido las leyes de este mundo. Y Él, el Señor y el Creador, como siervo, como un esclavo, como el último, se ha arremangado la túnica y se ha puesto a nuestros pies para en todo, como comprendió san Ignacio de Loyola, amar y servir. 

Con facilidad nos olvidamos de reconocer que somos hijos de Dios. Dejamos que se apague la luz del corazón y nos sentimos amos y señores, siendo ridículas caricaturas de déspotas que no conocen a Dios. En redes sociales corre una imagen de Jesús pidiendo a la multitud: “Amen a su prójimo, no importa qué”. “¿Incluso si es gay?”, pregunta uno. “Incluso si hace preguntas estúpidas”, contesta Jesús. Dios nos ama a todos y no rechaza a nadie. Si en Jesús Dios se hizo cualquiera, cualquiera, si quiere, puede amar como Jesús, con el amor de Dios.

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