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Para ser el más grande

Juan 13,31-35

“El mayor peligro para la mayoría de nosotros no es que nuestra meta sea demasiado alta y no la alcancemos, sino que sea demasiado corta y la consigamos. Yo quiero ser como Leonardo da Vinci. Quiero ser inmortal.” Son palabras de Miguel Ángel al Papa Pío IV, en la novela Matar a Leonardo da Vinci, de Christian Gálvez. En la misma novela, hacia el final, Miguel Ángel se dirige a Leonardo con estas palabras: “Para ser el más grande, necesito que me comparen con los más grandes, y tú, Leonardo, eres uno de ellos. No puedo permitir que desaparezca aquel a quien quiero superar. No puedes morir. No ahora, no así.”

Parece que quienes llevan el nombre de Miguel Angel tienen este sentido de grandeza. Al menos Miguelito, el amigo de Mafalda. Un día, vio en el parque una fila de hormigas que subían a un árbol. Se acercó a ellas y les preguntó: “¿Alguien de ustedes se llama Miguelito?” Tras la indiferencia frente a su pregunta, siguió su caminata, mientras se decía: “Estos bichos deben usar unos nombres espantosos.” Otro día, Susanita dijo a Mafalda, sentadas las dos sobre la acera: “Estoy aburrida, ¿vamos a jugar a lo de Miguelito?”  “Vamos, pero no sé”, les respondió Mafalda. De camino le contó: “Hace un rato lo vi y me dijo que hoy se levantó pedante; que le daba mucha rabia sentirse pedante, pero que no podía evitarlo”. Mientras cargaba a Mafalda para que pudiera alcanzar el timbre, Susanita, recargada de espaldas en la pared, le respondió: “En una de esas se le pasó, quién te dice…” Pero cuando salió Miguelito, a la pregunta de Mafalda, de cómo estaba, Miguelito respondió enfático: “Convencido de que si yo no llego a nacer… ¡Qué golpe para la humanidad! ¿Ehé?”  A veces me veo en el espejo, y yo, que soy un poco más humilde, me digo: si no llego a nacer, ¡qué golpe para la parroquia, qué golpe!

Sin duda, Miguel Angel y Leonardo son dos de los grandes genios de la humanidad de todos los tiempos. El pasado 2 de mayo se cumplieron quinientos años de la muerte de Leonardo. En una conferencia sobre la genialidad, para el Banco BBVA, el mismo Christian Gálvez, se apoya en el caso de Leonardo, de quien, afirma, nos han dicho que es un genio, pero no nos han dicho que comenzó fracasando como banquetero, que además era bipolar, disléxico, neurótico y que tenía déficit de atención. Un genio y un gran técnico, que anticipó el diseño de submarinos, helicópteros y tanques de guerra. Y, por supuesto, un gran artista, cuya obra más famosa es La Mona Lisa. La biografía de Da Vinci que yo tengo es Leonardo. El vuelo de la mente, de Charles Nicholl, en cuya introducción, y desde una nota autógrafa (“la sopa se enfría”), el autor trata de acercarnos a la humanidad del genio. En una biografía animada, narrada por Cantinflas, éste hace cosquillas a la Gioconda con una pluma azul mientras posaba, para que luciera menos “lisa” y más “mona”. 

La Gioconda es falsa es una de esas novelas entretenidas que se construyen entre chismes y retazos históricos. Otra, menos conocida pero más puntual que El Código da Vinci, es La cena secreta, de Javier Sierra, sobre la otra gran obra de Leonardo, el mural de La última Cena, en el refectorio dominico de Santa María delle Grazie, en Milán. Leonardo se propuso no pintar una última cena, sino la última cena. Independientemente de interpretaciones históricas sobre la supuesta pertenencia de Leonardo a los cátaros, la escena representa el momento en que Jesús anuncia la traición de Judas, de ahí los rostros de contrariedad, tristeza y confusión entre sus discípulos, según el relato del Cuarto Evangelio. El anuncio tiene lugar luego de que Jesús lavara los pies los Doce. Después, Judas Iscariote sale a culminar su traición. Entonces viene la invitación al amor como signo de pertenencia al Señor Jesús, a amarse como han sido amados por Él mismo.

La escena y el mandato del amor se vuelven más dramáticos en el conjunto de la narración, teniendo en cuenta que siguen las negaciones de Pedro. En la secuencia histórica, Jesús ha partido también para ellos el Pan y ha servido el vino en la Copa, para significar con ellos la entrega de su Cuerpo destrozado y su Sangre derramada en la cruz. El mandamiento está entre la traición y la negación, entre el lavatorio de pies y la comida compartida con el Resucitado, como si desde antes de la traición, ya Jesús la hubiera lavado; y antes de las negaciones, ya hubiera dispuesto el Pan para el hambre y la debilidad de Pedro. 

Se puede pensar en Leonardo o en Miguel Angel como ejemplos de grandeza humana. Pero cuando pienso en lo que es el hombre y la entera dimensión de su grandeza, pienso en las palabras de Poncio Pilato: “¡Este es el hombre!”, y la imagen de Jesús en su pasión, llevando su amor hasta el extremo. No es el genio o la mente lo que elevan al ser humano a lo más alto a que pueden aspirar, sino el amor. No cualquier amor, sino el amor vivido y llevado al extremo, como Jesús. Bárbara Andrade definía el amor cristiano con cuatro verbos: curar, perdonar, incluir y compartir. Son las cuatro acciones que sintetizan el amor de Jesús, en quien bajó el amor de Dios para que la humanidad pudiera volar y elevarse hasta Dios a través de la compasión, el servicio y la misericordia; es decir, a través del amor. 

Esta madrugada fui etiquetado en el Facebook en un mensaje que decía, entre otros: 

En inglés:
I love you

En Sabines:
“No es que muera de amor, muero de ti”

En Cortázar:
“Antes de que llegaras, yo ya vivía enamorado de ti”

En Benedetti:
“Sé que voy a quererte sin preguntas
sé que vas a quererme sin respuestas”

Yo añado:

En Jesús:
“Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos”

Creo que el gran peligro para la mayoría de nosotros no está en querer amar con todo el corazón y lograrlo, sino en no querer, no ambicionar, no soñar amar con el amor de Jesús, hasta el extremo.

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