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Nochebuena: Como en vaso de alabastro

El 20 de julio de 1969, en plena Guerra Fría, el hombre pisó la luna. “Un pequeño paso para un hombre, un gran paso para la humanidad”, dijo Neil Armstrong. Esta noche nos convoca para celebrar un paso más grande aún, la llegada de Dios como humano a nuestra historia y a nuestra carne. Un pequeño paso para Dios, un imposible paso para la humanidad. 

El paleoantropólogo Richard Leakey reconstruyó en su imaginación la historia del joven Turkana, uno de los primeros homo erectus, uno de nuestros primeros ancestros. Un joven herido por un felino salvaje mientras el grupo al que pertenecía trataba de darle caza. Pero quizá era muy joven y muy débil aún; y fue alcanzado y herido por la presa, en una pierna, herida que se le infectó. El joven habría corrido solo, hacia la orilla occidental del lago Turkana. Nadie de la tribu lo buscó, no parece que nadie se haya preocupado de su destino. Así que solo y herido, murió en la orilla del lago, donde permaneció la bagatela de un millón y medio de años. Nuestro antepasado, ¿de aquí vinimos, del abandono y de la muerte en soledad? 

Quizá precisamente, porque íbamos naciendo como humanidad, y aún nos ganaban el miedo y el egoísmo, y no sabíamos ser ni libres ni solidarios, es que necesitábamos la llegada de un Salvador, Hijo del Creador, que nos enseñara a ser plenamente humanos. En el fondo, es lo que nos enseñan los relatos bíblicos de la creación, que no son crónicas sino poesía mística y narrativa.

“Cuando el Titanic naufragó durante la noche del 14 al 15 de abril de 1912, mar adentro a la altura de Terranova, la más prestigiosa de las víctimas fue un libro, un ejemplar único de los Rubayatde Omar Jayyám, sabio persa, poeta, astrónomo.” Esto dice Amin Maalouf en la introducción de su novela Samarcanda, sobre la vida del poeta y sobre la historia de su libro de cuartetas, Rubayat. La más prestigiosa víctima de la historia fue un hombre bueno y justo, soñador, buen amigo y gran hermano, uno que murió ajusticiado en una cruz, hace menos de dos mil años, uno que del que los suyos pronto experimentaron y dieron testimonio de que estaba vivo. Vivo de verdad y para siempre. Su muerte y resurrección cambió la historia, no sólo la contamos a partir de él, la entendemos, sólo podemos entenderla a partir de él. 

En su famoso libro escribió Jayyám:

Dime, ¿qué hombre no ha transgredido jamás tu Ley?
Dime, ¿qué placer tiene una vida sin pecado?
Si castigas con el mal el mal que te he hecho, 
dime, ¿cuál es la diferencia entre Tú y yo?

Suena atrevido. A Jayyám, sabio y creyente, le parecía demasiado evidente que la vida humana es demasiado corta, que antes de nacer nosotros el mundo no nos añoraba y al morir, probablemente ni cuenta se dará que hemos andado y habitado sobre él. Demasiado corta nuestra vida, demasiado efímera. Y al paso de los años, cualquiera diría que nuestra vida es apenas un instante del que nadie se entera. Así que, reflexionaba Jayyám, más valía disfrutar la vida. Por eso se entrega al disfrute del vino. Parece escandoloso. Pero nuestra vida es breve, y eso nos duele; el mundo se acomoda a vivir sin nosotros y eso nos duele. Nos duele y nos parece escandaloso. Y pareciera que lo mejor que podemos hacer es evadir lo efímero viviendo con intensidad el instante que somos, con tanta intensidad como sea posible para evadirnos del escándalo. Pero es desde este escándalo que Dios nos hable. 

Para escuchar a Dios, hay que leer los relatos bíblicos del nacimiento de Jesús menos con los ojos del historiador y más con el corazón del poeta. De otro modo no se entiende. Rusos y americanos quisieron llegar más lejos para ser más poderosos; Dios llegó más lejos haciéndose débil; Dios llegó más lejos haciéndose pequeño entre los grandes, en un rincón insignificante de un pueblo insignificante lejos de Roma, el corazón del Imperio. Nació de una mujer libre y valiente, de una muchacha campesina expuesta a la burla y a la lapidación, casada con un varón descendiente de reyes, que escandalosamente renunció al honor de su casa para entregarse al cuidado de un niño que con él aprendió a hablar, a rezar, a trabajar, a jugar y a obedecer. 

Desde hace mucho, tanto que nos parece que desde siempre, nos han dicho que Dios vivía vigilándonos, escrutando cada uno de nuestros actos, para tomar nota de ellos, llevando la cuenta para, en su momento, premiarnos o castigarnos. En el fondo, nos hicieron que creer que Dios era como nosotros en lo peor de nosotros mismos, en la venganza, y en el egoísmo, en el juicio a los demás y en la vanagloria de nosotros mismos. Por eso escribió Jayyám: “Si castigas con el mal el mal que te he hecho, dime, ¿cuál es la diferencia entre Tú y yo?”

La vida de Jesús, la muerte de Jesús, nos muestran escandalosamente que somos iguales a Dios en lo mejor de nosotros mismos, y que esto mejor nace del amor y de la ternura, de la compasión y de la misericordia, de lo débil y de lo pequeño. Lo vemos en el nacimiento de Jesús. Roma podía mover al mundo entero conocido, por la fuerza de la amenaza o por la violencia de las armas. Por puro amor, por pura gracia, sin que Roma lo supiera y cuando lo supiera, sin que pudiera evitarlo, la vida de Dios se encarnó y creció en el vientre de María, la virgen esposa de José.

Roma. El imperio de Roma nació y creció por la fuerza y por las armas, dos siglos antes de la era cristiana, gracias a Publio Cornelio Escipión, conocido como “el Africano” por su conquista de Cartago, en África, frente a Aníbal, su mayor enemigo hasta entonces. El Africano quiso y se encargó de que su hijo, del mismo nombre, aprendiera a pelear y defenderse como aprendió él, desde niño. Pero en Jesús, Dios quiso que su Hijo, en el hogar de María y José, desde niño aprendiera a amar, a todo eso que a Roma y a la gente del poder de entonces y de ahora le parecían que eran signos de debilidad: la solicitud por los pobres, el respeto a las mujeres, especialmente a las prostitutas, la curación de los enfermos, la mesa y el pan y el vino compartidos con los marginados. Desde pequeño y desde lo débil, en Jesús Dios nos enseñó a amar, y a amar escandalosamente de verdad. 

Nosotros celebramos esta noche, el escandaloso nacimiento de Aquel que a todos nos amó hasta el extremo, y por todos entregó su vida en la cruz, de madera, como su pesebre, en un mediodía oscuro de tanta violencia, como si fuera de noche, como esta noche en que celebramos su triunfo y su nacimiento como luz sin ocaso. Nosotros creemos en Cristo y en Cristo crucificado, fuerza y sabiduría de Dios. Como nadie se lo hubiera imaginado. 

Esta noche, Martha, que muchas veces ha interpretado a la Virgen María en el viacrucis, Martha que enfrenta su propia lucha, Martha lleva en esta noche la fuerza de la ternura, la fuerza de lo pequeño, la fuerza de lo débil, para que en su lucha, cuando se sienta pequeña y débil, se sienta más amada, más protegida, más fortalecida, por el Dios que en lo débil, en lo que pequeño y en lo frágil quiso ser como nosotros.

Para todos alcanza el amor de Dios. La familia de Miguel y Ceci se gana la vida todos los días como cualquier familia, con esfuerzo y con cansancio, pero con la confianza de que Dios está con ellos, y con la esperanza de que lo que es de Dios crece en el amor y en la alegría, poco a poco, todos los días. Saben que vivir cuesta, pero que la vida es más vida cuando lo que se cuenta no es el dinero, sino los amigos; y que en el tiempo que se pasa con Dios y con los amigos se conoce un poco lo que es la eternidad. 

Amigos y hermanos:

A nuestra edad ya deberíamos estar dormidos; es escandaloso que nos tengan fuera de cama a estas horas, en el frío de la noche. Pero más escandaloso sería para nosotros vivir como si Dios no existiera, como si Jesús no hubiera nacido, como si no estuviera entre nosotros, vivo y resucitado; como si la tibieza de la luz no iluminara el camino ni calentara el corazón; como si el amor no importara, como si la ternura no nos revitalizara, como si la amistad con Jesús y entre nosotros no fuera un tesoro para el corazón. Eso lo dejamos para los que, escandalosamente, no saben disfrutar del Vino.  Esta noche celebramos el momento en que Dios sirvió para nosotros, en la frágil copa de la humanidad, como en un vaso de alabastro, el generoso vino de la eternidad, tinto de su propia sangre, que es la nuestra. Esta noche hemos cantado “Gloria a Dios en las alturas”, y hemos levantado la imagen del niño Jesús como si fuera una copa, una copa en un brindis. Que en realidad eso es Jesús, la bella y frágil copa en la que Dios mismo se ha servido para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Qué será de nosotros mañana, ya Dios mismo lo dirá, pero esta noche es nochebuena, y hay que celebrar. ¡Muchas felicidades!, y desde ahora, ¡salud!

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