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Crecer como Jesús: Sagrada Familia

Lucas 2,41-52

La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, es una bellísima novela que cuenta la historia de Daniel Sampere, el niño que comenzó a convertirse en adulto el día en que su padre, librero, lo llevó al Cementerio de los libros olvidados, donde Daniel cumplió el ritual de escoger un libro, aunque en realidad parece que fue el libro quien lo eligió a él. Daniel escogió La sombra del viento, de Julián Carax. Fascinado por la historia, Daniel se da a la tarea de buscar más libros del mismo autor, quiere incluso saber más de Carax. Persiguiendo al autor y sus libros, perseguido por la sombra del viento, cuyos destinos quedan unidos, entre el amor y el peligro, Daniel crece, se hace adulto. 

Me parece que una función similar tiene la escena de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años. Ya no es un niño, está a punto de la mayoría de edad. En la escena, por primera vez en el Evangelio, se le llama ya no “niño”, sino Jesús. Y, curiosamente, la vida de Jesús, su destino, también estará ligado a la Pascua y a Jerusalén. En el Templo lo veremos al centro, como Maestro, vemos no a un niño sabio, sino a la Sabiduría de Dios encarnada en Jesús. Es la primera vez en este Evangelio que Jesús habla. En mis narraciones sobre san José, también me enfrenté en un momento dado ante el desafío de dar voz por primera vez a Jesús. Lo hice tomando prestada en mi mente la voz de Kisko, mi ahijado. En la lógica del evangelio de san Mateo, regresando de Egipto, José y María hacen escala como peregrinos en Mambré, donde Abraham tuvo la visión del Señor que lo visitaba, y le suplicó que no pasara junto a él sin detenerse.:

—En este lugar— dijo José más para sí que para su esposa—, el Altísimo, bendito sea su nombre por los siglos, pasó junto a Abraham, su siervo, cuando contemplaba en lontananza, esperando el día en que por fin naciera un hijo suyo, el hijo que heredara esta misma tierra, la tierra que el Señor le había prometido.

—Ven, Jesús, ponte de rodillas como yo— El pequeño se arrodilló y volteó hacia su padre, para pedir su aprobación.
—¿Así, abbá?
—Así, Jesús—. Ahora, pon tus manos en el suelo y agáchate hasta que toques la tierra con tu frente. 
—¿Así, abbá?
—Así, Jesús. Ahora cierra un momento los ojos. Jesús los apretó con fuerza, enseñando los dientes en su sonrisa. Hincado, levantaba los pies para jugar con sus sandalias, que entraban y salían.
—¿Ya los abro, abbá?
—No, Jesús, espera a que yo te diga.

Por supuesto, no fue casual que la primera palabra que puse yo en boca de Jesús fue la de abbá, papá. Por todo lo que esto significaría después en la vida de Jesús y en su mensaje del Reino de Dios. El Dios de este Reino es Abbá, papá. Lo mismo en el evangelio de san Lucas, la primera palabra de Jesús, y también la última, es “Padre”. Él quiere estar en la casa del Padre, en las cosas del Padre. Y al final, quiere enviar el don de su Padre. Y, por supuesto, ¿quién no recuerda al centro del Evangelio la parábola del hijo pródigo, donde se muestra, excelsa en toda su grandeza, la misericordia del Padre, que hace fiesta por el hijo que regresa. Este Padre es el corazón del Evangelio, y Jesús nos lo dará a conocer. 

En el contexto de la Sagrada Familia, lo que llama la atención es el tipo de familia que han formado Jesús, José y María en Nazaret. Se anticipa una nueva manera de ser familia, desde la escucha de Jesús, como Palabra del Padre. A mí me llama la atención el crecimiento en libertad y autonomía, en responsabilidad, de todos. De María, que a pesar de ser mujer y estar en el Templo, toma la palabra frente a todos para dirigirse a su hijo. Como mujer es persona, y José le ha dado su lugar, sin complejos machistas. 

Jesús muestra que ha crecido, que ha asumido su vida con entereza y dignidad. Lo mismo hará cuando llegue la cruz. El silencio de José es el respeto frente a la autonomía de su hijo. Algunos melodramáticos suponen dolor en el corazón de José porque Jesús usa la palabra Padre y no para referirse a él, sino para referirse a Dios. Yo creo que lo sintió José fue orgullo, el orgullo del que sabe que ha cumplido su trabajo y en su paternidad ha mostrado a su hijo, al Hijo, la verdad del amor de Dios. Y sabe que puede retirarse de la escena y de la historia en cualquier momento. De hecho, no veremos más a José en el Evangelio.

Un día dijo Miguelito a Mafalda: “Según la familia de mi papá, tengo los ojos de mi abuelo, la caminada de mi tío Fernando y el mentón de mi papá. Según la familia de mi mamá, tengo la nariz de mi otro abuelo, la frente de mamá y la sonrisa de mi tía Martita.” Y concluyó, triste: “Mirá vos, la de gente que hace falta para que al final uno ni siquiera se parezca a uno, ¿no?”

Jesús, el hijo de José. El reto de José era que Jesús fuera conocido no por parecerse a él, ni por ser su hijo, sino que fuera conocido por sí mismo, por su personalidad, por sus obras, por su mensaje. Es el reto de todos los papás, porque así es Dios con nosotros. Siempre seremos sus hijos, pero espera que nos hagamos cargo con dignidad de nuestra propia vida y de nuestra propia historia. 

Corre en las redes sociales la imagen de un letrero en la puerta de la escuela, pidiendo a los papás que si sus hijos olvidaron la tarea o el desayuno, ¡que no los lleven!, que dejen que sus hijos aprendan a resolver sus propios problemas. Y es verdad, la sobreprotección nos hace inútiles. Un poco de hambre, un poco de frío, un poco de adversidad, nos hace más fuertes, más valientes y más creativos. Así crecemos. Hay otras imágenes que muestran a un señor de cuarenta años pidiendo a mamá permiso para ir a una fiesta. La mamá lo deja, ¡con la condición de que no regrese! El reto: ser adultos. Como Jesús, con su grandeza y su estatura. 

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