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"¡Quiero!" La eternidad enamorada

Marcos 1,40-45

Decía el legendario y venerable profesor Poncelis, que quien sabe latín y griego sabe la mitad de cualquier carrera. Y decía: “Yo no sé nada de química, pero sé que el hidrógeno es el elemento necesario para dar origen al agua. No sé nada de medicina, pero sé que la taquicardia es una aceleración del corazón.” Yo está semana leí un bellísimo epígrafe, del poeta inglés del siglo XVIII William Blake, que pospuso la crisis que vivía. Epígrafe significa: “encima de lo escrito”, la frase que algunos escritores anteponen al cuerpo de su escrito. La crisis que vivía era la de la lenta desaparición del sol, cansado sobre el horizonte, a un costado de la carretera, y no había manera de seguir leyendo, pues había dejado en alguna chamarra mi lamparita portátil que alguna vez compré en la Gandhi. Así que me refugié en el lector electrónico, una maravilla sin duda alguna (del latín mirabilia, cosas admirables, sorprendentes). Pero lo que traía empezado no me cautivaba en ese momento, así que traté con La sirena, novela del español José Luis Sampedro, en cuyo inicio de la primera parte aparecieron las cautivantes y evocadoras palabras de Blake: “La eternidad está enamorada de las obras del tiempo.”

A simple vista pareciera que la narración del evangelio de san Marcos nos ofrece un relato de curación. Pero en lo esencial, en primer lugar como todo en el evangelio, es un relato de amor. Relatos médicos hay muchos y los hay bellísimos. Yo he leído Ante todo no hagas daño, del neurocirujano inglés Henry Marsh. El Doctor en Historia, Yuvah Noah Harari piensa que la medicina es una de las profesiones en las que cada vez más pronto los humanos serán desplazados por las máquinas y los robots. Pero el Doctor Marsh en su libro descubre el lado humano de la medicina, no sólo en cuanto las posibilidades de error, sino en cuanto los sentimientos, los pensamientos y las emociones del ejercicio médico. Esa dimensión nunca será reemplazable. El Doctor Marsh la pone de manifiesto con otro bellísimo epígrafe, del Doctor René Leriche: “Todo cirujano lleva en su interior un pequeño cementerio al que acude a rezar de vez en cuando, un lugar lleno de amargura y pesar, el que debe buscar explicación a sus fracasos.” Un pequeño cementerio al que acude a rezar de vez en cuando.

“Antes de la operación confiaba plenamente en usted”, dijo una vez una mujer al Doctor Marsh tras una operación aparentemente exitosa de un tumor cerebral, pero cuando despertó de la operación, la mujer presentaba parálisis en el lado derecho de su cuerpo. El neurocirujano quiso animarla una y otra vez; la invitaba a confiar en las largas terapias que habría que llevar a cabo. “¿Por qué debería hacerlo ahora”, continuó ella. Y confiesa el Doctor Marsh: “No se me ocurrió una respuesta inmediata, y me miré los pies, incómodo.” Yo sé que muchos buscamos en este momento a Dios, desesperadamente, en busca de un milagro. Muchos lo han conseguido; muchos nos hemos visto defraudados, desilusionados, porque el milagro no llegó. ¿Volver a confiar en Dios?, ¡bah!, nos parece absurdo y en esos momentos hasta llegamos a creer que en realidad no existe, o que no es bueno. En peores casos, hay quien piensa que no merece el amor de Dios.

Quizá el leproso de la narración estuviera en este peor de los casos. La existencia de Dios no era algo que se cuestionara en aquellos días. Pero su bondad más de una vez había sido puesta en entredicho. Quizá por eso, al escuchar por los caminos el alboroto que suscitaban las noticias sobre el poder sanador de Jesús, reunió el coraje suficiente para volver a confiar. Con la fuerza del coraje y de la esperanza se puso en marcha, rompió las barreras de la exclusión a que lo sometía la lepra, y le salió al encuentro. Con la misma fuerza, con el mismo coraje, con la misma esperanza se puso de rodillas frente a Jesús, como sólo se hacía y se hace frente a Dios. Volvía nuevamente a poner en Él su confianza. Ya no en su poder, sino en su bondad. No le suplica “si puedes, cúrame”, sino “si quieres, puedes curarme.” Por eso la primera respuesta de Jesús no está en la fuerza curativa, sino en su corazón, que siente compasión; es decir —¡gracias, otra vez, Profesor Poncelis!—, en su corazón que capaz de sentir el dolor que siente el leproso en su piel infectada, en sus pies paralizados, en sus manos refrenadas, en sus ojos desesperados, en sus labios suplicantes, en su corazón herido y lastimado por la exclusión. La respuesta del Señor Jesús no ha sido en este caso, como en otros: “Todo es posible para el que tiene fe”, sino “¡quiero!” Lo importante es dejar en claro el amor. Dios siempre quiere. Dios siempre quiere nuestra vida, nuestra salud, nuestra salvación. Dios siempre nos quiere, porque está lleno de amor. Dios es la eternidad enamorada de sus hijos, sus creaturas en el tiempo.

Un mañana salió a trabajar el papá de Mafalda, y se despidió de ella, mientras ella contemplaba su mundo, enfermo. “Adiós, Mafalda, que se mejore el mundo”, le dijo; “gracias” respondió ella. Y salió divertido rumbo al trabajo, diciéndose: “El mundo enfermo, esta Mafalda tiene cada ocurrencia, jajaja.” Pero cuando se topó con un niño harapiento que vendía periódicos, contuvo su risa, y llegó pesaroso al trabajo, firmemente convencido: “El  mundo está enfermo”. En este país las enfermedades y la violencia empobrecen y matan. Pero lo que de verdad nos asesina es la falta de compasión. Quizá es la peor de nuestras enfermedades. Pareciera que nadie en el entorno del criminal siente compasión de las víctimas de éste, al punto que pueda pedirle, exigirle, que deje de robar, de mentir, de matar. Por eso siguen en nuestras calles lo que vivimos y respiramos diariamente: violencia, mentira, corrupción, la ley del más fuerte y la del rásquense con sus propias uñas. Nos hemos olvidado que somos los hijos de Dios y nos tratamos como rivales; nos hemos olvidado de Dios, que es Amor y nuestro Padre, y sólo pensamos en el poder y en cómo arrebatárnoslo y en cómo usarlo para ponernos por encima de los demás. La exclusión, la marginación es otro síntoma de que el mundo está enfermo. Lo mismo que el leproso, hombres y mujeres siguen siendo juzgados, excluidos, proscritos de la sociedad; a veces también en la Iglesia, y aquí es donde duele más la enfermedad. Bendito Dios que nos ha dado hombres como el Papa Juan XXIII y el Papa Francisco, que hicieron a un lado el lenguaje de las condenas y las exclusiones, para valerse sólo del lenguaje de la misericordia.

A los médicos solemos verlos como técnicos, como peritos, poco pensamos en ellos como humanos. “Como cirujanos”, escribe el Doctor Marshal, “nuestro mayor logro es que nuestros pacientes se recuperen por completo y se olviden para siempre de nosotros […] El cirujano, entretanto, ha conocido el cielo tras haberse asomado a las puertas del infierno”.


Como a buen médico, esto mismo pasa también a Jesús. El leproso no pensó en Jesús y pronto se olvidó de Él; no reparó en que Jesús estaba proscrito, porque se había contaminado de su lepra. Jesús no siente miedo ni asco de nosotros; no nos trata con poder ni nos busca desde arriba. Nos busca a ras de suelo, a tientas y con cariño, con compasión y misericordia. Cuando buscamos el poder curador, solemos buscar a Dios cuando nos falta y lo olvidamos cuando ya no es necesario. Si en lugar de buscar la mano poderosa buscáramos la mano tierna de Jesús, su mirada compasiva, su corazón siempre urgido a la misericordia, no dejaríamos de confiar en Él, en su amor, una y otra vez, con o sin milagros, en la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso. Nos sentiríamos siempre amados, siempre en sus manos, en el risa y en la fiesta, en el dolor y en la enfermedad, aun en el sepulcro. Si siempre buscáramos el amor, si siempre nos experimentáramos amados, daríamos cauce al amor con que somos amados, daríamos testimonio de la Eternidad enamorada de sus obras en el tiempo, del Dios apasionado de amor por sus hijos en la historia.

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