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Las claves del Reino

Mateo 16,13-20

Si no me traiciona la memoria, fue en junio del año 2006, cuando el grupo de estudiantes de teología, pasamos unos días de descanso en Morelos. Uno de esos días subimos al Tepozteco. La subida es un tanto pesada, y hacia el final, tras una curva, se encuentra la escalera de metal para ingresar a la zona arqueológica. Al regreso, venía yo con el P. Javier. Caminando esa curva, vimos a un grupo de señoras fatigadas por la subida; una de ellas aseguraba que ya no podía seguir; sus amigas la exhortaban a seguir, le decían que ya casi llegaban. En ese momento, el P. Javier se detuvo en seco, y dirigiéndose a mí, pero con la suficiente carga de voz para hacerse oír de las mujeres, exclamó: "¡Justo aquí es la mitad!” Nosotros seguimos caminando con toda naturalidad, mientras la mujer que estaba por desfallecer dijo: “¿oyeron?, ¡apenas es la mitad!”

Pues bien, de esta escena del evangelio cabe decir: “¡justo aquí es la mitad!” Después de un tiempo de ministerio, de predicar el Reinado de Dios con gestos y palabras, Jesús decidió hacer un alto para evaluar la comprensión que la gente en general, y sus discípulos en particular tenían de él y de su ministerio. Era necesario. A partir de este punto de inflexión, Jesús comenzará a hablar de la cruz, de su futura pasión; también de la resurrección, pero si no se comprende a Jesús, tampoco se comprende su cruz. Existía entre el pueblo la expectativa de un mesías militar, guerrero y justiciero, que expulsara a los romanos; también estaba la expectativa de un mesías sacerdote que restaurara la pureza del templo, de Jerusalén y del pueblo mismo.  De ahí su indagación: quién dice la gente que es el hijo del hombre. Porque no siempre los discípulos comprendan a sus maestros. Preguntó un día la maestra a Libertad, la pequeña amiga de Mafalda:

—Veamos los puntos cardinales, el sol sale por…
—¡Pero no! ¡La mañana no es un punto cardinal!
—Ah— respondió Libertad abriendo los brazos—, eso al sol no le importa, él sale igual.
—Sí, bueno, pero ¿por dónde?
—Por la ventana del living
—¡Eso visto desde tu casa!
—Y sí. A mi edad no tengo muchas posibilidades de amanecer en otro lado.
—Anda a tu asiento, por favor—, le ordenó la maestra llevándose la mano al rostro en señal de desesperación.
—¡Lástima! Charlar con usted me fascina.

Pedro respondió acertadamente que Jesús era el Mesías. Pero no parece que tenga claro qué tipo de Mesías era. De ahí que Jesús le prometa darle las llaves del Reino de los cielos. Es decir, las claves del Reinado de Dios, las claves para interpretar adecuadamente el paso de Dios por la historia y, por lo tanto, las claves para entender también su mesianismo. Según lo atestiguó el mismo Pedro, tales claves son el amor, el servicio, la fraternidad, el perdón, la reconciliación, la compasión, la misericordia, la mesa compartida, la fidelidad, la fiesta, la alegría, la esperanza. Pero no siempre las tenemos presente, como si se nos hubieran perdido o, peor aún, como si Jesús mismo se nos hubiera perdido.

Hace poco me preguntaba una persona qué decía yo a las parejas que no se han casado por la Iglesia, cómo les explico que están en pecado. Una de nuestras primeras fallas es querer moralizarlo todo, como si lo que hubiera entregado Jesús a Pedro no fueran las claves del Reino, sino las tablas de la Ley o un catecismo. Lo que yo creo es que las parejas que no se han casado por la Iglesia no conocen a Jesús. Pienso que si estas parejas conocieran al Jesús del evangelio, lo contemplaran en la cruz, tendrían que confrontarse y decidir si quieren amarse con un amor que morirá con ellos, o quieren amarse con el Amor que en la cruz destruyó la muerte y ahí les abre la puerta de la eternidad; si quieren amarse con un amor que no comprenda que los pies al caminar arrastran polvo, o bien, si quieren amarse con el amor de Aquel que se pone a los pies de los suyos para lavarlos.

Pedro escuchó la voz de Jesús que lo invitó a seguirlo; Pedro fue testigo de la curación de su suegra, la ternura con que Jesús la levantó, no sólo la curó, sino le recuperó el gozo de estar viva; Simón Pedro fue testigo de cómo Jesús alimentó a la multitud que tenía hambre; Simón Pedro escuchó la voz del Señor que vino a él caminando sobre las aguas; y, sin embargo, Pedro no acababa de entender, de interpretar el paso de Dios junto a él en la persona de Jesús. Pedro lo entenderá más tarde, y por eso somos la Iglesia de Jesús fundada en la fe de este apóstol, que a pesar de sus errores y de sus negaciones, supo en algún momento hacer uso de las claves que le fueron dadas y entendió por fin quién era Jesús y en qué consistía el reinado de Dios. Jesús mismo es la llave, la gran clave, que le fue entregada a Pedro en mano propia cuando recibió del Señor el pan partido de su cuerpo.

Lo mismo que Pedro, nosotros reconocemos que es la voz de Jesús la que nos invita a seguirlo, que es Jesús el que pasa junto a nosotros, que es Jesús el que sana, el que salva; que Jesús es nuestra luz, nuestro alimento, nuestra fuerza, el sentido de nuestra vida, la esperanza incluso con que encaramos la muerte, que ha sido destruida por Él. Ésta es la fe que nos vincula con Pedro. Es el reconocimiento humilde de que como Pedro podemos fallar y, sin embargo, el Señor seguirá ahí, junto a nosotros, en total misericordia y fidelidad. Nos vinculamos en la fe con el Apóstol Pedro cada vez que como él, que entró en la casa de Cornelio, el romano, y comió con él y su familia y comprendió que no hay alimentos ni personas impuras, entendemos que seguimos a Jesús cada vez que nos buscamos, nos incluimos, nos entregamos a los demás en el servicio y compartimos la mesa y la vida en la certeza de que todos somos del Señor, igualmente dignos, igualmente amados.


Por eso se precisa leer el evangelio antes que aprendernos los mandamientos, para que conozcamos a Jesús, para que podamos recibir como Pedro las claves del Reino de Dios, para que podamos comprender cómo es que Dios ha pasado y seguirá pasando por nuestra historia, para que Jesús y su reino sean el centro y la razón de nuestra vida, para que comprendamos la meta última a la que nos invita el Señor Jesús: habitar en la Casa de Aquél que nos regaló la vida y desea compartirla con nosotros, en familia, por toda la eternidad. 

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