Mateo 13,44-52
En otras ocasiones, no es que la vida nos sorprenda, somos nosotros los que ya andamos inquietos, buscando. Como el comerciante que busca perlas finas. Salimos a las calles y vemos pobreza, injusticia, violencia; vemos las noticias en los medios de comunicación, y nos preguntamos muchas veces: ¿Dónde está Dios, dónde está su reinado, dónde está su justicia? Inquietarnos ya es un primer paso. Peor es pasar junto al dolor y la pobreza y no sentir nada, seguirse de largo como si no pasara nada. Quizá no es mucho lo que podamos, pero eso poco es suficiente para comenzar a cambiar el sentido de la historia. Si de verdad abrimos bien los ojos, si de verdad buscamos a Dios, si ensanchamos el corazón, podremos encontrarlo. Veremos en la creación las huellas del Creador; escribe el profeta Baruc: "Brillan las estrellas y se alegran en su puesto de guardia; Él las llama y ellas responden: "Aquí estamos", y brillan alegres para Aquel que las creó." Veremos el llamado del Salvador en los pobres y necesitados de salvación; incluso, descubriremos en nosotros mismos el vivificante Espíritu de Dios. El 22 de junio de 1977, en Buenos Aires Jorge Luis Borges dictó una conferencia sobre Las mil y una noches, en ella recordó la historia de dos hombres. Uno era de El Cairo, en sueños una voz le pidió ir a una ciudad de Persia, donde encontraría un tesoro. Fue y cuando llegó pasó la noche en una mezquita junto a una banda de ladrones, aunque él no sabía que eran bandidos. Cuando a todos los agarró la policía, ésta tampoco sabía que uno era un migrante; así que éste contó su historia. El cadí, el policía, se mofó diciéndole que él también había tenido sueños y que en ellos veía en El Cairo una casa con un jardín, en él un reloj de sol, pasando éste una fuente y junto a ésta una higuera, debajo la cual había un tesoro. El migrante reconoció en tal descripción su propia casa, y volvió a ella, donde efectivamente encontró el tesoro.
Sonó sincero y espontáneo. Y quizá lo fuera. Lo cierto es que de unos días para acá, las líneas aéreas han ampliado los tiempos de sus itinerarios sin previo aviso. Y así, un viaje a Guadalajara, que antes se anunciaba en una hora, ahora se anuncia en una hora y cuarto o una hora y veinte. En realidad, el vuelo dura los mismos cuarenta y cinco minutos, sólo que el avión deja el hangar a la hora anunciada, para ir a formarse en la pista quince o veinte minutos antes de despegar, aunque en teoría, salió puntualmente. Y en uno de mis lunes de descanso en los que tengo que estar en el aeropuerto a las cinco de la mañana, me hizo el día que el piloto anunciara: "Señores pasajeros, estaremos veinte minutos aguardando la indicación de despegue; los invitamos a leer mientras nuestra revista, o por lo menos a platicar con el pasajero de al lado, ¡uno nunca sabe dónde encontrará al amor de su vida!"
A veces andamos así por la vida, corriendo, estresados, metidos de tiempo completo en una rutina más opresiva que corset de novia o quinceañera, que nos nos deja sonreir ni respirar. A veces nos gana el desaliento, el hastío, la sensación de vacío, le perdimos el gusto a la vida, y vamos ilustrando con nombre y rostro aquella canción de "esta vida mejor que se acabe, no es para mí, ¡pobre de mí!" O quizá no tanto, quizá simplemente hacemos lo que tenemos que hacer, cumplimos, nos sentimos contentos, relativamente satisfechos. Hasta que un día el divino laberinto de los efectos y de las causas, como lo llama Borges, nos inquieta. Y así, sucede que, aunque no es lo recomendable porque Dios no juega a los dados, un día abrimos la Biblia al azar, o escuchamos sin pretender una conversación ajena, o leemos un letrero en la calle, y descubrimos un mensaje que nos parece venido de Dios y enteramente dedicado a nosotros. A veces pasamos por un iglesia y entramos. Le pasó a san Antonio Abad, que siendo joven entró a la iglesia y escuchó la proclamación del Evangelio de san Mateo: "Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres. Luego, ven y sígueme". Y pocas palabras cambiaron su vida.
Cuando tenía treinta y un años de edad y cinco de sacerdocio, el P. José María Vilaseca enfermó de tifo mientras daba ejercicios. Se sintió mal y recuerda que en un momento dado, al despertar en un hospital, escuchó que el médico decía a su superior: "que lo unjan, y así ungido que se muera, porque no hay nada que hacer". La perspectiva de la muerte lo hizo evaluar su vida en ese instante, y concluyó que no había hecho nada que valiera la pena. Eso fue a inicios del año 1862. Ya plenamente recuperado, el 21 de octubre, en lo que hoy es el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México, hizo al Señor un voto: que haría siempre y en todo lo mejor. Y así, del corazón del que quien quiso ser un misionero en América, quiso luego ser el mejor misionero, y al final, fue el padre de la primera congregación de México, los Misioneros Josefinos. El encuentro con el Dios que nos sorprende y nos inquieta, nos transforma, nos regala un nuevo yo. Al regresar de sus vacaciones con su esposa y sus dos hijos, el papá de Mafalda dijo: "¡Pah!... Uno vuelve del veraneo sintiéndose otro!" Y Mafalda, de rodillas recogiendo la correspondencia acumulada en el piso, le respondió sonriente: "¡Mirá, vos, y estos ingenuos han estado mandando las cuentas a nombre del que eras antes!"

Con todo, cuando nos encontramos con Dios, ya sea que nos inquiete o satisfaga nuestras inquietudes, Él mismo nos invita a revisar nuestra vida, como el pescador que se sienta a separar los peces buenos de los malos. La imagen invita no a esperar un veredicto para el día del juicio final, sino a que nosotros mismos, con la nueva sabiduría que hemos tenido del Dios en el que hemos creído desde antiguo, nos sentemos revisar lo que hemos pescado, a a buscar y reconocer en el total de nuestros días, el yo violento, el yo egoísta, el yo insensible, el yo indiferente que hemos sido en algunos de esos días, y los entreguemos al fuego purificador de Dios que es el Espíritu Santo, confiados en su misericordia, para que eso se pierda para siempre; y a cambio, con la misma actitud de confianza, presentemos al Señor los días en que, impulsados por su amor, nos esmeramos por hacer presente su Reino a través de gestos y palabras de compasión, inclusión y misericordia, comprendiendo que al final esto es lo único que nos faltaba y lo único que podía complacernos: el Amor que es Dios mismo en medio de nosotros.
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