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Corazones de ojos grandes

Mateo 6, 24-34

Conocí la historia por Santiago Posteguillo, la cuenta en La sangre de los libros. Cómo es que  a Ángeles Mastretta un día en el Hospital San José los médicos le dijeron que su hija pequeña estaba en coma. Ella preguntó cuánto tiempo podría estar así, y si la pequeña escuchaba. Le respondieron que no se sabía, la única esperanza radicaba en que su hija era joven y los jóvenes generalmente tienen ganas de vivir. Se sentó junto a la cama y cerró los ojos. Estuvo así por un tiempo incalculable, hasta que una enfermera le sugirió que fuera a casa a descansar un poco. Le hizo caso. A medias. Fue a casa pero no a descansar, sino a escribir. Comenta Posteguillo: "Ella era, además de madre, escritora, y los escritores no combaten nunca en silencio. Las palabras son sus armas. Armas de las que muchos se ríen, sobre todo los poderosos, pero siempre se esfuerzan en silenciarlas... por si acaso. Si tanto temen a las palabras, es que realmente son fuertes."

Ángeles escribió la historia de una de sus tías, y regresó al hospital a contársela con amor a su hija. Y lo mismo hizo al día siguiente, y el que sigue; y cuando ya había agotado las historias de las tías, inventó historias, todas de mujeres, cuyos ojos grandes contemplaban la vida desde el amor y en plenitud. Y así, al cabo de treinta y siete historias; al cabo de treinta y siete días llevados con una historia diferente vertida del corazón a los oídos, la hija despertó. Fue de este modo que surgió su libro Mujeres de ojos grandes. A veces la vida nos tiene en situaciones adversas, muy difíciles, que nos tienen como en estado de coma, ocasiones en las que preferiríamos estar muertos, permanentemente dormidos, pero  seguimos estando penosa, angustiosa, desesperadamente vivos. Me gusta pensar que entonces Dios se acerca a nosotros, se sienta junto a la cama donde estamos en coma, y con amor de madre nos va contando hermosas historias, historias de hombres y mujeres de corazón de ojos grandes que supieron ver a Dios cuando más lo necesitaban, historias de hombres y mujeres que con la palabra de Dios, con las palabras y las caricias de Jesús, con el amor, la solidaridad, la generosidad, el perdón y la ternura de Jesús, se pusieron de pie y continuaron viviendo con entereza y dignidad. Y que fue así como surgió la Escritura en general, y los Evangelios en particular. Y en esos relatos, en esas palabras, experimentamos la fuerza, el poder del amor de Dios. Las palabras de Jesús en el sermón de la montaña lo comunican. 

Jesús se dirige a un grupo de mujeres y hombres pobres, que conocen el hambre y el despojo; mucho de lo que vivían tenía que ver con la falta de dinero. Como casi todos, hasta la fecha. Las palabras de Jesús invitan a la esperanza. No a la resignación ni al optimismo. Éstos son actitudes, pero la esperanzan es la fuerza de Dios; es el amor de Dios, es el Espíritu Santo. Comprendo la diferencia cuando pienso en mi tía Clemen. Aquejada en sus últimos años por una artritis muy grave que le deformó las manos y los pies, madre soltera de un hijo que se fue a Estados Unidos, sin casa ni rentas y sin poder trabajar, todos los días se ponía de pie, y salía al templo a orar, a visitar a su vecina. Humanamente no tenía razones para el optimismo, pero sabía amar, y aunque llorara, sabía reír. Confiaba que un día estaría bien. ¿Ingenuidad? Esperanza. En su muerte temprana, cuando su hijo esperaba a su bebé, la que sería su primera nieta, detrás de la injusticia con ella en la historia, está el cumplimiento de su esperanza, de la que viene de Dios en el que creyó y que ha colmado lo que ya veían los ojos grandes de su corazón. Las sonrisas de las modelos son bellas y estéticas, y cautivan; la sonrisa de la gente pobre, de la gente que sufre sin dejar de amar, confiar y esperar en Dios, enamora.

 Las suyas son las sonrisas más hermosas que yo he visto. Son las de la gente que ha comprendido que en verdad, como dice Jesús, somos más importantes que lo que comemos, que lo que bebemos y que lo vestimos. Saben por qué son valiosos y por qué importan. Con Dios pasa como con Miguelito y su dedo. Un día comparó su pulgar izquierdo con la torre de una lejana casa, y dijo a Mafalda: "¡Sorprendente! ¡Mi dedo es más grande que la torre de aquella casas!" Mafalda le preguntó: "¿Sabés por qué lo ves más grande, Miguelito?" "¡Claro!", respondió éste, "porque el dedo es mío y me importa muchísimo más que la torre." Importamos porque somos de Dios. El hambre, el dolor, la injusticia, la violencia y la muerte importan porque nos afectan a nosotros, que somos los hijos de Dios. 

Hay un video en las redes sociales. El comediante afroamericano Michael Jr cuenta lo que descubrió en un video que grabó hace unos años, cuando nació su hija, algo en lo que reparó en su momento; lo vemos. Su hija recién nacida llorando, él le habla, le dice que todo está bien. Ella se tranquiliza. Aún más. La enfermera quiere bañarla, la niña vuelve a llorar, el padre vuelve a hablarle, le repite que él está ahí, que todo está bien, vuelve a tranquilizarse. Entonces él le dice que la ama, y ella, por la vez primera en su vida, sonríe. Si cada vez que la vida se torna injusta; si cada vez que el dinero no alcanza; si cada vez que sentimos que las fuerzas no alcanzan, que la vida no resiste; si cada vez que el mundo dice: "no se puede", y se ríe, nosotros escuchamos en el corazón el  "te amo" de Dios, recuperaríamos la paz y volveríamos a sonreír. Nos levantaríamos a luchar, a caminar y a vivir; y probablemente caigamos, pero lo haremos como lo hacen los hijos de Dios. Con dignidad y en sus manos. Llevamos en los genes, afirma el Papa Francisco, el ADN de Dios. Si el "te amo" de Dios abre los ojos del corazón tan grandes que podamos ver el camino a pesar del miedo, de la mediocridad y de la muerte, veríamos detrás de todo a Dios mismo. Constataríamos que somos sus hijos y que no es de lo que comemos, de lo que bebemos o de lo que vestimos de donde nos viene la fuerza para vivir y la grandeza de nuestra vida, sino del Espíritu de Dios que ha dado vida a la carne que nos dieron nuestros padres. 

Bendito sea Dios por Jesús, que contó para nosotros relatos que levantan y reaniman; bendito sea por sus palabras cargadas de fuerza y de esperanza; bendito sea Dios por mi tía Clemen, por las mujeres y los hombres que han vivido según el ADN de Dios que llevan en los genes; bendito sea por sus corazones de ojos grandes, que detrás de la pobreza, la injusticia, el dolor, la enfermedad y la muerte, han sabido ver a Dios, confiar y esperar en Él, y por eso aprendieron a vivir y a sonreír, y son para nosotros signos del reino de Dios y su justicia.

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