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"Ábreme la noche y ven a ver cómo te puedo querer": San Felipe de Jesús

2 Corintios 4,7-15

Pudo huir y salvarse, y vivir como viven los cobardes. Pero Felipe prefirió llevar en su cuerpo la muerte de Jesús, y murió como mueren los hombres. La vida de los mártires sólo se entiende a la luz de la cruz del Señor, de donde brota la sabiduría de Dios, hasta entonces escondida a los ojos de los humanos. Canta Juan Luis Guerra a Cristo, y Cristo en la cruz:

Que me disculpen los sabios,
pero la sabiduría
duerme detrás de tu oreja,
y no en Grecia;
como la historia creía...

No necesito violines,
pizzicatos en el pecho;
eres todo mi concierto,
la más bella sinfonía.

Que me disculpe el poeta,
pero toda la poesía
la encuentro sobre un madero,
y me verso con tus rodillas que riman.

La segunda carta de san Pablo a los Corintios es, en cierto modo, la traducción en palabras de esta sabiduría que brota de la contemplación de la cruz. Por eso mismo nos ayuda no sólo a comprender el testimonio de los mártires, sino también, y en primer lugar, fortalece a nuestro vacilante corazón en el momento de la prueba y de la debilidad. San Pablo mismo murió mártir. Decapitado en Roma, su cabeza golpeando el piso gritó el último de los testimonios de un hombre que se dejó alcanzar, seducir y conquistar por Jesús, el Señor; por Cristo y Cristo crucificado. Fue el centro de su vida, y lo amó sin límites ni vacilaciones. 

Nacido en la Ciudad de México el 1o de mayo de 1572 y bautizado en la Catedral ese mismo día, Felipe de las Casas Martínez tenía fama de niño travieso, al grado que es lugar común la escena de su nana aseverando que primero reverdecería la higuera seca de la casa familiar, antes que Felipe fuera santo. El niño crece y el adolescente ingresa en Puebla con los franciscanos, pero deserta y escapa por los rigores de la vida conventual. Se integra al gremio de los plateros en el taller su padre. Convencido de que en Manila le esperan el éxito y la riqueza ampliando el negocio de la plata, a los 21 años viaja hacia Filipinas, entonces parte de reino español. Como el comercio y el dinero no colman las inquietudes de su corazón, ingresa nuevamente con los franciscanos; esta vez se dedica de lleno al estudio y la oración. Cuando llega el momento de su ordenación, habida cuenta de que en Filipinas no había aún obispo, por deseo de su padre, recibió el permiso de ordenarse en México. Emprende el regreso en barco el 12 de julio de 1596; pero las condiciones del viaje fueron desastrosas. Libró la muerte por naufragio, para dar con su martirio mayor gloria a Dios. El barco encalló en costas japonesas.

En Japón había ya algunas pequeñas comunidades cristianas, establecidas por misioneros jesuitas y franciscanos, principalmente. Felipe encontró acogida en una de ellas, donde sus hermanos atendían una escuela y un hospital. Pero el imperio nipón era hostil al cristianismo, pues lo consideraban estrategia de la monarquía española para conquistar Japón. La fe, en consecuencia, se vivía clandestinamente. Cuando eran descubiertos, los cristianos japoneses eran martirizados lentamente y llevados de un lugar a otro a lo largo de Japón para ser exhibidos y servir de escarmiento. La comunidad cristiana donde se encontraban Felipe y sus compañeros fue descubierta y los frailes y los laicos, entre ellos tres niños, fueron apresados el 30 de diciembre; el superior de los frailes intentó salvar a Felipe, alegando su condición de extranjero náufrago. Felipe decidió permanecer con sus compañeros. El 3 de enero comenzó el martirio, a cada cristiano se le cortó la oreja izquierda. Descalzos, golpeados, sin alimento ni bebida, fueron obligados a caminar hasta Nagasaki. Caminaron orando y cantando. La templanza de su ánimo asustaba a los guardias. En Nagasaki fueron colgados en cruces, sujetados con argollas en los brazos, en los pies y en el cuello. Débil y mal sujetado, Felipe se deslizó y comenzó a asfixiarse con la argolla del cuello; uno de los guardias lo atravesó con dos lanzas antes de que perdiera el conocimiento. Felipe murió pronunciando repetidas veces el nombre del Señor: Jesús, Jesús, Jesús. Era el viernes 5 de febrero de 1597, tenía 24 años. En México se preparaba su ordenación sacerdotal en la Catedral; la vieja nana gritó que Felipillo era santo cuando vio la higuera reverdecida. Nadie le creyó; hasta octubre del año siguiente, cuando finalmente llegó a México la noticia de su martirio. Pero la higuera reverdecida sostiene la verdad de la fe de san Pablo: "El que resucitó a Jesús nos resucitará con Jesús." 

Cuando san Pablo decía que llevaba en su cuerpo la muerte de Jesús no estaba usando una simple metáfora. Incomprendido y perseguido lo mismo por judíos fariseos que por cristianos que exigían la circuncisión, signo de la antigua alianza, así como por los romanos, san Pablo fue azotado y encarcelado en diversas ocasiones. Como en una superposición de plano, podríamos ver a Pablo atado a una columna y azotado, y al fondo a Jesús, atado y azotado igualmente. Escribe a los corintios: "Soportamos en nuestra propia carne una sentencia a muerte, y así aprendimos a no poner nuestra confianza en nosotros mismos, sino en Dios, que resucita a los muertos." Su cuerpo, que también conoció el hambre, el frío y el naufragio, estaba sin duda llena de cicatrices. Cada una de ellas daba testimonio de la veracidad de sus palabras: "Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria proviene de Dios, y no de nosotros". "Expuestos a la muerte por causa de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestra naturaleza mortal".  Y exhortará a los corintios, y en ellos a nosotros: "¿No reconocen que Jesucristo  -fuerza y sabiduría de Dios- está en ustedes?"

Hay que contemplar el martirio de San Felipe de Jesús teniendo en el corazón, como una música de fondo, las palabras de san Pablo a los romanos: "¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Como dice la Escritura: Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a Aquél que nos amó." Su muerte fue un canto al Señor, así como canta Juan Luis Guerra:

Ábreme la noche y ven a ver
cómo te puedo querer, eternamente.
Cúrame la sombra al caminar,
que se corre si no estás.

Ojalá que en la noche de la prueba, lo mismo que en el día de la bonanza, pueda cantar al Señor: Ábreme la noche y ven a ver cómo te puedo querer. Eternamente. 




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