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Nosotros, Zaqueo, Jesús... piénsalo

Hay en la redes sociales una serie de memes aglutinados bajo la leyenda de "tú, yo... no sé. Piénsalo." Algunos son muy románticos, otros son muy divertidos, algunos francamente tiernos. Hasta la MS le hizo canción. Juntándolos todos, bien podríamos armar la versión mexicana de lo que Milan Kundera llamó El libro de los amores ridículos. Algunos amores nos parecen ridículos, porque en realidad son desafiantes y no acabamos de comprenderlos. El amor de Jesús es así.

Me imagino a Lucas, con su comunidad de cristianos en la antigua y lejana Grecia, a los que atrajo del paganismo al cristianismo, allá por el año 70, 80 de nuestra era, con el evangelio de Marcos y algunos recuerdo que trajo consigo luego de su estancia en Antioquía. Quizá aquel domingo, al terminar la Fracción del Pan, como médico que era, se quedaría pensando cómo fue la curación que Jesús realizó en aquel ciego que pedía limosna a las afueras de Jericó. En esas estaría cuando escuchó que alguien llamaba a la puerta. Se trataba de uno de los hermanos de la comunidad, un hombre muy rico. Ensimismado en sus dudas médicas, Lucas no había reparado que domingo a domingo aquel hermano se sentaba cada vez un poco más atrás. A Lucas le preocupaba que su comunidad tuviera que convivir día a día en un entorno social donde los ricos se mostraban cínicos e insensibles a los pobres. Quería tocarles el corazón, sacudir su conciencia, alertarlos. Pensando en ellos habría recordado con voz muy fuerte las palabras de Jesús:

 –¡Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino de los cielos!... ¡Ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su consuelo!

 –Hermano Lucas, perdón por irrumpir a esta hora. No te quitaré mucho tiempo. Sólo vengo a decirte que a partir del próximo domingo ya no me verás en la comunidad.
 –Pero, ¿qué ha pasado?
 –Verás, escuchar de ti el mensaje de Jesús, nuestro Señor, me devolvió el gozo de existir. Con la Buena Nueva que nos compartes en cada Fracción del Pan, mi corazón ha sentido una alegría como nunca antes. Sin embargo, escuchando con atención lo que tú predicas sobre los ricos y el dinero, bueno, yo soy rico, no es ningún secreto. Muchas veces he pensado seriamente venderlo todo y darlo a los pobres, como Jesús quiere, según nos has enseñado. Pero para mí no es fácil, de mí depende mi familia, mi esposa, mis hijos, mis padres, que son ya muy ancianos y otros parientes que ya no tienen fuerzas para trabajar. Si yo lo dejo todo, ellos no tendrán más opción que pedir limosna, y yo..., yo..., yo soy un cobarde que no tiene el valor de aventarlos a la calle. Creo que me falta confianza en Dios. Cuando tú predicas contra los ricos, los demás me ven con recelo, con satisfacción algunos, y  yo creo que en esta comunidad no hay un lugar para mí. Pensé que simplemente ya no regresaría, pero experimentar al menos unos pocos días que Dios me amaba sin limites ni condiciones, fue algo maravilloso... que ahora veo que no es para mí. Con todo, quiero darte las gracias por ello. Que Dios te bendiga.

Lucas se sintió conmocionado. Apenas reparaba en ello, ¿cómo no se había dado cuenta que, en verdad, cuando él contaba la parábola de Jesús sobre el rico que banqueteaba todos los días y el mendigo Lázaro que esperaba a que cayeran las migajas de aquella mesa, los hermanos volteaban algunos con despecho y otros con sonrisa burlona a ver a aquel hombre que abatido se había presentado ante él hacía unos momentos, y que escuchaba sus palabras con la mirada hacia el suelo, conteniendo lágrimas de impotencia? Quizá fue entonces que recodó aquella historia que algunos le contaron cuando estuvo en Antioquía. Que cuando se dirigía a Jerusalén, decido, rumbo a los días de la salvación, al pasar por Jericó, la multitud expectante por cuanto había escucho hablar de Jesús, salió a las calles a esperar a aquel hombre tenido por profeta.

Entre la multitud había un hombre chaparro, de muy baja estatura, del que los demás se burlaban desde niño, como se imagina el P. Enrique Ponce de León, que para vengarse de los demás entró al servicio del Imperio Romano como cobrador de impuestos. Para cobrar una a una las burlas recibidas.  Hasta aquel día en que, luego de lanzar a la calle a una familia para quedarse con sus bienes, por la noche no pudo dormir. Cada que cerraba los ojos veía a los niños que, aventados al desamparo, preguntaban a sus padres:
 –¿Aquí vamos a pasar la noche? ¿Y nuestra casita? ¿Dónde están nuestros animales?

Apenas amaneció, Zaqueo, que así se llamaba el publicano, con vergüenza, buscó a aquella familia y en silencio arrojó a sus pies una bolsa con monedas, tantas como necesitaban para recuperar su casa y volver a trabajar. Jamás habría recuperado la paz en su corazón de no haber sido por la noticia de aquel Jesús que predicaba un amor de parte de Dios para todos sin límites ni condiciones, y que tenía fama de hacerse amigo de publicanos, prostitutas y pecadores. ¡Y ahora ese Jesús estaba ahí, en Jericó! Corrió a su encuentro, pero la multitud se apretujaba y él tan chaparro... Se subió a un árbol y ¡Jesús lo llamó! Mientras iba de camino, un anciano jaló a Jesús por detrás y le señaló al hombre que subía al árbol:
 –Muchos lo critican, pero es el único que me ayuda.
Quizá el mismo ciego que curó a la entrada de la ciudad haya también susurrado a su oído:
 –Maestro, es la primera vez que veo a ese hombre, pero sé quién es, gracias a la moneda que mañana tras mañana ponía en mi mano es que he sobrevivido.

La multitud se escandalizó, algunos enmudecieron del asombro, ¡querer hospedarse con semejante traidor! Zaqueo intentó justificarse delante de Jesús:
 –Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y he robado, es cierto, pero he devuelto lo que robado, y en compensación del daño que infligí, he devuelto cuatro veces más lo que he defraudado.

Las palabras de Jesús más que para Zaqueo fueron para la multitud:
 –El hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido.

Entonces Lucas lo comprendió. Para él, médico que escuchó con fascinación las palabras de Pablo de Tarso hablando de la Iglesia como de un solo cuerpo, el Cuerpo de Jesús, era ahora evidente: la ceguera del hombre curado en Jericó es una ceguera espiritual, es el olvido o la hipocresía de quienes cayeron en la tentación de dividir a la comunidad en buenos y malos; el olvido o la hipocresía de quienes se olvidaron del amor de Dios como el de un padre que espera el regreso de sus hijos, el amor de Dios como el de una mujer que al perder una moneda no se resigna, sino que abre la ventana para entre bien la luz y barrer hasta encontrarla. Y en efecto, tomando la pluma y la tinta, con letra apretada y muy fina, tras la curación del ciego, añadió la historia de Zaqueo, para que la buena noticia no quedara incompleta, para que no quedara coja y fuera incapaz de salir a las calles a pregonar el amor ilimitado de Jesús. Ningún hermano puede perderse, ninguno ha de ser visto con recelo; todos tienen algo que salvar, todos tienen una oportunidad, a pesar de su pasado, a pesar de su condición, la que sea; a pesar de la maldad surgida no de su corazón, sino de una herida en el corazón.

Y éste, entonces, es el recuerdo de un amor desafiante que invita a pensar en los que no nos gustan, en los que a pesar de nuestras ganas de echarles la bota encima vienen a ofrecernos la mano; es la historia de un amor que invita a la reconciliación universal. La historia de Jesús y Zaqueo, que de alguna manera es la historia de nosotros y Dios. No sé, piénsenlo.






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