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Escritores de misericordia

Lucas 10,25-37

21 de octubre de 1859, una de la mañana. El chocolate que le sirven no le quita ni lo amargo ni lo frío del miedo que sentía. El P. Vilaseca, cuando ni se imaginaba que sería fundador de los josefinos, junto con otros vicentinos, fue enviado a dar misiones en Monterrey y sus alrededores. Había partido hacia allá en carreta el 29 de septiembre. Hasta Matehuala el viaje había sido cansado, pero con momentos agradables, y sólo un contratiempo mayor: el eje roto de una rueda de la carreta a la altura de Santa María del Río. Pero pasando Matehuala el viaje adquirió un matiz sombrío: bandas de indios salvajes se dejaban caer de cuando en cuando por el camino, asaltando y matando a los viajeros. Para el viaje que iban a emprender los misioneros en esa madrugada, apenas tomaran su chocolate, el pueblo de El Cedral, donde habían descansado unas horas, puso a disposición de ellos una escolta para su seguridad, formada por un anciano "de casi un siglo de vicisitudes", cuenta el P. Vilaseca en su crónica del viaje, y un niño, sin armas los dos. Hicieron el viaje con miedo, apenas hacía unos días un grupo de cien indios salvajes, como los llamaba la gente, había asaltado y asesinado a un grupo de 28 de personas. Llegaron sanos y salvos a su siguiente punto, llamado El Salado, ahí coincidieron con un convoy venido de Matamoros, que transportaba 80 mil pesos en plata. Entonces el P. Vilaseca pensó:  "Si esta gente expone así su vida por el dinero, ¿no debe hacerlo con más razón por Dios un misionero?" Para los biógrafos y estudiosos del P, Vilaseca, esta fue la primera experiencia fuerte que detonaría más tarde el proceso de fundación de su congregación misionera: dejó de pensar en los indígenas como un grupo de salvajes de los que hay que cuidarse, para empezar a verlos como hijos de Dios necesitados del Evangelio.

Un día en Guadalajara, en el 2011, cuando era formador en el Filosofado, leía con el Rector del seminario una de las cartas de nuestro Fundador para los primeros josefinos. En ella hablaba de su deseo de enviar misioneros a los salvajes que vivían en las orillas de Guadalajara. Como nuestra casa está en la frontera entre Guadalajara y Tlaquepaque, el Rector dijo, aludiendo a nuestros formando: "Estamos cumpliendo el deseo de nuestro Padre, trabajamos con salvajes en la orilla de Guadalajara."  A la conclusión de que los adolescentes eran unos salvajes había llegado yo desde que hice mi año de servicio apostólico en la promoción vocacional, en el preseminario del año 2006, cuando llevamos a los jóvenes a pasar todo el día en Chapultepec y aun así llegaron al lugar del retiro a jugar futbol. Al día siguiente por la noche fuimos al cine. Vimos Escritores de libertad, cinta que cuenta la historia real de una maestra de California, Erin Gruwell, que decidió iniciar su carrera docente en una escuela para jóvenes  especiales, algunos de ellos exconvictos; nadie creía en ellos, ni siquiera los directivos del instituto. Erin puso su tiempo y su dinero al servicio de su educación y logró además su rehabilitación social y para muchos de ellos, la conclusión de una carrera universitaria. Una noche, cenando con su padre, éste preguntó a la maestra cómo iba su trabajo y la exhortó a cambiar de escuela. Ella le cuestionó dónde quedaban sus palabras en favor de los derechos humanos: "ellos no son activistas", le respondió, "son criminales".

La parábola del Buen Samaritano, contada por Jesús a un fariseo, legalista, que quería ponerlo a prueba, nos plantea el mismo dilema que asumieron el P. Vilaseca o la profesora Erin: dejarnos desafiar por la misericordia o, seguir con la comodidad de nuestra observancia religiosa. Lo triste es que justifiquemos nuestra pasividad o nuestra indiferencia lavándonos las manos con las clásicas excusas del "se lo buscaron", "se lo merecen", "son criminales". Lo grave es que lo hagamos en el nombre de Dios. Y entonces usamos el nombre de Dios para conformarnos con lo que llamamos correcto, y no damos el brinco al acto heroico de la misericordia. Y así nos vamos, clasificando a los que merecen el amor y la misericordia; repartiendo etiquetas y descalificaciones; y entonces los demás son depravados y criminales cuyo lugar está en las esquinas y en las iglesias, y no tenemos el corazón lo suficientemente abierto para reconocer en todos a hijos de Dios, humanidad necesitada de curación para sus heridas, de salvación para sus vidas. Cuando san Agustín explicaba la parábola, decía que ésta contaba la historia de la salvación, la historia de Adán, la humanidad asaltada y herida por el pecado, a medio camino entre la Jericó del pecado y la Jerusalén de Dios; pasó junto a ella el sacerdocio de la antigua alianza, con sus sacrificios, y no pudo curar a la humanidad; pasó la antigua Ley, del Levita, y tampoco pudo curarla; tuvo que venir un extranjero, un habitante del cielo, Jesús, para detenerse junto a la humanidad y curarla con el aceite del bautismo y el vino de la Eucaristía, que la levantó del pecado y la llevó sobre sus hombros y luego la encargó en la posada, que es la Iglesia, a la que confió las monedas de la gracia y la libertad para seguir su obra de salvación, y prometió pagar a su vuelta lo que hubiera gastado de más en la curación de la humanidad.

Cuando el Papa Francisco convocó al sínodo sobre la familia, pronto se focalizó en los medios la discusión en torno a la posibilidad de que los divorciados en nueva unión pudieran acceder a la comunión eucarística. En entrevista en El Osservatore romano, el diario oficial de la Santa Sede, el Prefecto de la Doctrina de la Fe, el Cardenal Gerhard Müller, negó que existiera si quiera mínimamente esta posibilidad. Por su parte, el Papa hablaba de la necesidad de que la Iglesia se acercara con misericordia al mundo. El Cardenal Müller consideraba débil el argumento de la misericordia, esgrimido por el Papa, pues decía que los sacramentos ya son expresión de la misericordia de Dios, y había que mantenerlos así como están. Eso fue en noviembre de 2014. En marzo de 2015, cuando pasó este escándalo mediático, el Papa Francisco convocó al Año Santo de la Misericordia. Pareciera que quiso decirnos que así como pasaron el sacerdote y el levita, los años y los siglos pasan, y pasan también las leyes eclesiásticas y la disciplina sacramental y hay una parte de la humanidad que no ha sido curada y levantada por ellas. Pareciera que se necesita llenarnos el corazón de misericordia, quitarle el freno al amor y atrevernos a tocar a la humanidad herida, aunque nos manchemos de su impureza. Un día caminaban Mafalda y Susanita por la calle, y vieron una pared grafiteada: "El pueblo al poder". Susanita se detuvo y gritó airada a la pared: "¡Para qué! ¿Para que después quede el poder todo lleno de cáscaras de naranja, de papeles usados y manchas de sándwiches de chorizo?" El sacerdote y el levita prefirieron que el herido muriera, antes que tocar un cadáver y no poder entrar al templo. 

La humanidad requiere el consuelo, la fuerza y la vida de la misericordia y de los sacramentos. Con la parábola queda claro que es preferible la misericordia frente a la hipocresía religiosa o la cobardía disfrazada de piedad; que es preferible mancharnos las manos curando a la humanidad que usar el nombre de Dios para no hacer nada por los que están heridos, caídos en la orilla de la historia y lavarnos las manos para no hacer nada. ¿Qué hacer para ganar la vida verdadera? Si de verdad queremos vivir, si queremos vivir una vida digna de ser vivida, hay que vivir anteponiendo la misericordia por encima de todo, siendo una Iglesia samaritana que ve en los demás no salvajes y criminales sino hijos de Dios, a quienes la vida de la gracia se les ofrece con generosidad, no con regateos; volvernos escritores de misericordia que cuentan cómo que fue un día el Señor Jesús, a través de su Iglesia, los salvó de la muerte que vivían. A ellos, y a nosotros con ellos.

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