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Pan y agua para el camino

1 Reyes 19,4-8; Juan 6,41-51

Un día en el parque, vio Manolito al grupo de amigos: Mafalda, Susanita, Felipe y Miguelito. Se acercó a ellos y les dijo: "Hola a todos. Quería contarles; ¿a que no saben qué soñé anoche?" Le contestaron todos al unísono con fuerte voz: "¡Que almacén 'Don Manolo' vende baratísimo!" Triste, sentado en la acera del parque, se dijo para sí mismo Manolito: "Lo que pasa es que somos pocos y nos conocemos mucho."

Una decepción semejante se dio entre los contemporáneos de Jesús, especialmente entre la élite judía: Pensaban que conocían a Jesús y, quizá lo que es peor, pensaban que conocían a Dios. Y comenzaron a murmurar en contra de Jesús. Quienes han seguido el evangelio desde el inicio, saben el origen de Jesús: que es la Palabra de Dios y Dios mismo, que existe desde siempre; Palabra hecha carne que habitó entre nosotros, Aquél por quien nos han sido dados el amor y la verdad; el Maestro y el Mesías, el Esposo y el Vino de la fiesta, el verdadero Templo, el que vino de lo alto, el Agua que sacia toda sed, el Señor del sábado. Y el Pan de la vida. Pero también se nos dijo desde el inicio que Él vino a los suyos, y los suyos no lo reconocieron.

No es extraño, entonces, que sus contemporáneos, especialmente los líderes religiosos, murmuraran en contra suya. Conocían la Ley de Moisés, pero no el amor de Dios. Conocían los bellos relatos del maná con que el Señor alimentó a su pueblo en el desierto mientras iban de camino desde Egipto hacia la tierra de la vida y la libertad; o el relato de Elías, quien cansado y perseguido, en medio del desierto, suplicaba la muerte, pero un ángel del Señor lo tocó y le pidió levantarse y comer, pan y agua. Dos veces, con lo cual pudo caminar cuarenta días hasta llegar al Horeb, el monte de Dios.

El Señor nos alimenta. El Señor conoce nuestras hambres, porque son muchas. Pero su Palabra es clara: sólo Jesús nutre el corazón, sólo Jesús da vida verdadera. Dios cree en nosotros, nos ama. Como hizo con Elías,  el amor de Dios viene a nosotros cuando el camino es largo, cuando miedo, la incomprensión, la violencia, el hambre, la injusticia nos persiguen, y parece que no tenemos fuerzas para seguir adelante. Y en muchas ocasiones, nos decimos que preferiríamos morir, y suplicamos al Señor la muerte. Pero el amor de Dios nos toca. Toca nuestra vida, nuestra historia; toca el corazón, nos levanta y nos ofrece el Pan partido y multiplicado, el agua fresca de la Samaritana que se se convertirá en el vino nuevo de las Bodas del Cordero. El Padre nos ofrece a Jesús, su hijo, para levantarnos y seguir caminando hasta llegar al monte donde Él habita. 

Sólo Jesús da vida. Los antepasados que caminaron por el desierto comieron del mana y murieron. Pero los hijos de Dios que se alimentan de Jesús, los que encuentran en Él fuerza, aliento, alegría y esperanza, son levantados, como Elías. Muchos otros, como Jesús mismo, son levantados no para caminar en la tierra, sino son levantados sobre la tierra, en la cruz, en el monte de su propio Gólgota. Pero ahí en la cruz, abrazados por el Padre, contemplados y envueltos por las manos de la Madre del Señor, son recibidos en la plenitud de la resurrección y, blanqueada su túnica en la sangre del Cordero, son sentados en la Mesa de la Vida, ahí donde no hace falta sol ni lámpara, porque el Señor es la Luz definitiva. 

Sólo Jesús da vida. Y este Jesús es el hijo de José. Es decir, el hijo de un hombre del pueblo. No hay vida fuera del pueblo. Creer en Jesús es creer en el ser humano, en el pueblo y  en sus hijos. Creer en Jesús, y creer que es Hijo de Dios e hijo de José es creer en nosotros mismos y en nuestros padres, en los que pisaron la tierra antes que nosotros y abrieron para nosotros el camino de la historia. Creer en Jesús y creer que es el hijo de José es creer en la historia, y en la historia vivida y contada por los pobres y los sencillos. Creer en Jesús y creer que Jesús es el hijo de José es creer en la verdad de los que aman la tierra porque nacieron en ella, porque están hechos de la misma tierra, y la saben bajo el cuidado de todos y al servicio de todos. Somos tierra y somos historia. Somos hijos del amor y del esfuerzo de mujeres y hombres a los que con cariño y gratitud llamamos mamá y papá. Ellos vivieron para nosotros. Su sonrisa dejó de ser propia cuando nacimos para ser un reflejo de la nuestra. Lo mismo hay que decir de Dios. Jesús es el hijo de José, pero es también el primogénito de Dios, lleno de amor y de verdad, de la verdad del amor, del amor que se entrega hasta la muerte, y muriendo da vida eterna. Somos los hijos de Dios, somos la gloria del Padre, su sueño, su sonrisa, el brillo de su mirada, los infinitos nombres que pronuncia su corazón cada vez que late para que el mundo respire su Espíritu. A Él sea dada la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.


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