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Amor de Dios, amor de madre, amigos de Jesús

 1 Juan 4,7-10; Juan 15,9-17
Con gratitud y amor eterno a mi mamá
Con  afecto para Gilberto.  Estamos contigo.


Un día llamó Mafalda a su mamá: "Mamá". "Qué", respondió ella. "Nada, sólo quería cerciorarme de que aún hay una buena palabra que continúa en vigencia." Con tanta frecuencia usamos la palabra "amor", y con tantos sentidos, que la palabra termina desgastarse y pierde peso. Es como cuando decimos a nuestras mamás: "¡eres la mejor mamá del mundo!", cada año hay en el mundo millones de  mamás que no sabían que competían con las demás, y que además todas ellas eran al mismo tiempo la "mejor mamá del mundo." 

Algo de lo que es el amor sabía la comunidad del Discípulo Amado, tan lo sabía, que el autor del cuarto evangelio renunció a su nombre para ser simplemente conocido así, como el Discípulo Amado, por Jesús y por su Padre. Dos claras definiciones del amor nos da esta comunidad cristiana, la que estuvo a punto de ser tenida como un grupo hereje. Primero, nos dice el autor en su primera carta, por dos veces, que Dios es amor. Segundo, en el evangelio, que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Amor es Dios y amor es dar la vida. 

Todos nacimos para el amor. Es decir, todos nacimos para amar y para dar la vida. Sin amor la vida no tiene sentido, porque la vida nos ha sido dada por amor. Conocemos el amor no porque amemos, sino porque hemos sido amados, todos. Desde el vientre de mamá, desde el seno de Dios. Mamá soñaba con nosotros, se acariciaba el vientre, que le crecía, y se le iluminaban los ojos, se imaginaba nuestra vida, y poco a poco su vida quedaba determinada por la vida de sus hijos, el ritmo del sueño, de las comidas y hasta de los pensamientos, quedan determinados por el ritmo del pequeño recién nacido, y no parece que importe a los papás. Yo recuerdo cuando estaba por terminar la carrera de Economía mi madre ensayaba todos los días un peinado distinto para el día de mi examen profesional, no quería que ese día le ganaran las prisas y la incertidumbre.

Cuando decimos a mamá que es la mejor mamá del mundo, en realidad queremos decir que de entre todas las mujeres que habitan el universo mundo, como decían los clásicos, sólo había una a la que podíamos dar el nombre de mamá, y así aprendimos a hacerlo, pero llega el día que decimos mamá no por aprendizaje, sino porque un buen día en el corazón esta palabra resuena con toda su fuerza y nos nace decirla con espíritu de convicción y de honda gratitud. Mamá se ganó su nombre. De alguna manera mamá renuncia a su propio nombre, renuncia a sí misma y Dios le comparte su sagrado nombre, porque Dios es amor, y mamá es el amor de Dios hecho mujer para acoger en el calor de su seno y en la ternura de su corazón a cada uno de los hijos de Dios que nacen en este mundo y en esta historia.

A veces nos enteramos de gestos heroicos y supremos de algunas personas, muchas veces de mamas por sus hijos. Pero la heroicidad de la mamás no está solamente en actos extremos, sino en la constancia y la convicción con que dan vida y dan su vida todos los días, puntualmente, sin prisas ni exigencias, aunque a veces nos digan que no les merecimos ni una piedra. Y por esta constancia y por esta vida dada cotidianamente, hemos conocido el primero de los muchos rostros de Dios, su rostro materno, los muchos rostros que toma Dios en cada mamá.

Cuando pasa el tiempo, la vida, la historia se cuenta desde el amor; desde el amor que quedó, desde el amor que hizo falta. Jesús nos ha enseñado la buena noticia de que todos somos hijos de Dios, que en el vientre materno de Dios todos hemos sido gestados para la vida plena. Y éste es también el más grande desafío del evangelio, reconocernos hermanos nacidos del mismo amor, e impulsados a amarnos con el mismo amor con que desde siempre y sin condiciones hemos sido amados. Por eso Jesús recapitula su vida llamándonos amigos, haciéndonos sentir la fuerza de un amor que nace no de la sangre, sino del Espíritu. No siempre está mamá con nosotros, pero están los amigos. Y está Jesús y con él su madre.

Esta semana, fuimos testigos en la Ciudad de México de un evento trágico, el choque de dos trenes de metro. Entre los lesionados, el que más, está el Hno. Gilberto, lo conocí en Guadalajara, cuando fue admitido en nuestra Congregación, proveniente del seminario diocesano de Tacámbaro. Fue mi alumno. Venía de realizar la colecta para el seminario josefino en nuestro templo de san José en Monterrey. Viajó en avión e iba de camino del aeropuerto a la parroquia de san Juan Evangelista en Mixcoac, donde tienen su residencia nuestros estudiantes de Teología. Iba recargado en una de las puertas del último vagón del tren que fue impactado, los vidrios de la puerta le provocaron diversos cortes en el rostro, por instinto se arrojó hacia adelante, para no quedar prensado por el tren que importaba, ahí se lastimó la pierna muy gravemente. Aun así pudo rescatar a una mujer que había quedado prensada debajo de un asiento. La gravedad de sus heridas, sin embargo, llamó la atención de los policías de la estación, sólo que lejos de auxiliarlo o pedir ayuda, sacaron sus celulares para tomarle fotos y videos, la mayoría de los cuales circulan por las redes sociales y cuya vista a mí me dolieron tanto que no pude evitar llorar. Gilberto cuenta que nunca perdió la conciencia, sabe quién fue el matrimonio que se acercó; el señor se quitó su camisa, le limpió la cara, le hizo un torniquete en la pierna, y lo recostó en sus piernas; tenía tanta sangre en la cara, dice él mismo, que el señor pensó que la estaba vomitando y lo acomodó de tal manera que no se ahogara con su propia sangre. Él lo sostuvo sobre sus piernas, como una moderna y vida Piedad, con el amor del evangelio, con el amor materno de Dios, con el amor solidario de los que han comprendido que Dios los llamó amigos y que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. 

Quería que la ambulancia me llevara, más que ayuda, lo que quería era ya no estar siendo retratado por gente desconocida. Yo mismo, sigue él en su narración, llamé al Padre Roque, su superior en el Teologado y miembro del  gobierno provincial; el matrimonio que lo auxilió rescató también su celular y su equipaje.  Sólo entonces, dice Gilberto, cuando llegó Roque, sentí miedo y le dije: "Abrázame, tengo miedo". Nos abrazamos y lloramos. Antes de poder ver a Gilberto, vi a sus papás, me habría sido más fácil ver a Gilberto antes que a su mamá, sólo Dios sabe lo que la noticia y la vista de su hijo hayan provocado en el corazón de ella y de su esposo. Gilberto se recupera, las cirugías en el rostro han sido fabulosas y la reconstrucción de la pierna, aunque lenta y dolorosa va por muy buen camino. La fortaleza de su ánimo es admirable. Yo traduzco que todo se debe a que Gilberto se ha sentido amado, amado por Dios, amado por su familia, amado por sus amigos, amado por sus hermanos de Congregación. El amor salva y el amor da vida. En estos días duerme bajo el cuidado y la ternura de su madre, que lo acompaña, y duerme Gilberto como duermen los niños, como dormimos todos un día y como un día dormiremos todos: al calor de los brazos maternales de Dios, para abrir los ojos y contemplar la plenitud del amor que nos engendró en la eternidad.

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