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El Cuerpo glorioso del Señor Resucitado

Lucas 24,35-48

Una de las canciones más famosas en el siglo XX es la emblemática Over the rainbow, de la película El mago de Oz, canción que por cierto estuvo a punto de quedar fuera de la película. 


En ella se canta la esperanza de que exista un lugar más allá del arcoiris, por encima de las nubes, a las que veremos de lejos y hacia abajo, en un cielo donde los pájaros que vuelan tienen también el color azul, donde el lugar del reencuentro es afuera de la chimenea, porque el frío ha quedado atrás. Un lugar en el que nos decimos: "¿cómo estás?" , y sabemos que en realidad nos decimos "te quiero". La canción nos ofrece un mundo de luz, de color, de fantasía, de tactos, de palabras, de sonidos, al ritmo de una música evocadora; y todo tiene sentido y en todo descubrimos el secreto lenguaje del amor porque nuestro cuerpo arraiga su unidad y su identidad en eso que llamamos "el corazón", y que está tan dentro de cada quién porque es muy propio y único de uno mismo. Un día Mafalda se subió a una báscula, y vio que la flecha no se movía y se alarmó, pero justo cuando se bajó leyó el letrero colgado junto a la báscula: "No funciona". Recargada en la báscula, con la mano en el corazón y la lengua de fuera, Mafalda exclamó: "¡Qué susto, Dios mío! ¡Creí que estaba hueca!" No estamos huecos.

Al contrario de lo que pasó a Mafalda, los discípulos creían que Jesús era un fantasma, un alma misteriosa sin consistencia, sin cuerpo, sin vinculación con esta vida y esta historia. Jesús insiste en su corporalidad. Jesús no sólo se deja ver, pide ser tocado, ofrece sus heridas curadas, es escuchado y, en un arrebato de alegría que los desborda y les desaparece el miedo, los discípulos no dan crédito al Señor cuando éste les pide le compartan un trozo de pescado asado para comer.

La resurrección corporal del Resucitado es un signo de fortaleza y de esperanza. Como Él es visto, escuchado, tocado, también los que como Él han sabido vivir desde el amor y para el amor. Y para todos los hijos de Dios. Pienso en los emblemáticos jóvenes de Ayotzinapa, pero son muchos más; ¿no sería triste, ofensivo, doloroso, injusto, para ellos y para sus familias, para este país, que su destino sea el olvido de un basurero? ¿No es una verdadera tragedia que el destino de nuestras muertas de Juárez sea una cruz pintada de rosa sobre una tierra que se traga la vergüenza de un horror que pareciera que ya nadie quiere ver? ¿Para qué caminar su propio viacrucis de humillación y muerte los migrantes que marchan acompañados por el Padre Alejandro Solalinde? ¿Cuál sería el sentido, si a sus pies y a sus frentes que sudaron para llevar comida a sus casas les esperara como único destino la muerte? ¿Y para qué, entonces, nuestra lucha contra el cáncer y otras enfermedades que arrebatan cuerpos a quienes los aman?

No hay mayor ofensa para la vida humana que la muerte y el olvido del cuerpo. Quizá por eso nos repugna la idea de los asilos que se convierten en contenedores de ancianos; y sí, rezamos por ellos y pagamos para ellos su mensualidad, pero no queremos saber nada de sus cuerpos, de sus enfermedades, de su hambre; y nos volvemos ajenos de sus cuerpos y de la vida acumulada en su interior. Qué injusto para el cuerpo que supo amar. La resurrección corporal es vida y es justicia. Y es la alegre espera del momento en que, resucitados, volvamos a estar de pie y de frente a aquellos a quienes la muerte llegó antes de tiempo y no nos dejó decirles "adiós", el momento que nuevamente los abracemos y dejemos caerles al oído todas las palabras que no alcanzamos a decirles aquí y que deslizaremos con ternura hasta lo profundo de su corazón.

Martín Salomé, viudo protagonista de La tregua, de Mario Benedetti, sufre el día en el que se da cuenta que ha olvidado casi por completo el rostro de su esposa Isabel. Pero entonces cierra los ojos y se da cuenta de que lo que ha olvidado la vista no lo ha olvidado el tacto, porque sus manos recuerdan centímetro a centímetro el cuerpo de Isabel. Benditas manos que conocieron tan bien el amor, que se quedó grabado para siempre en ellas. Benditas manos que nos recuerdan las manos amorosas del Padre, que tomó el barro y nos modeló con ellas; bendito el barro que somos que vive por el soplo del Espíritu y que nos ha hecho Cuerpo de Cristo y templo suyo.

Confesamos la resurrección corporal de Jesús. Confesamos la glorificación del cuerpo crucificado, la transfiguración de la vida generosa entregada por amor. Bendita la hora en que el amor nos habita y se nos ofrece en el Pan y en el Vino; en la vida desgastada, en el pescado asado; bendito este encuentro en el que el Señor Resucitado come con nosotros, y su presencia nos hace entender que por la resurrección no hay cuerpo que no sea capaz de levantarse ni boca que no sea capaz de volver a sonreír. Lo digo yo, que me senté en la calle a llorar la muerte de mis padres, y porque he llorado, puedo sonreír. Que después de todo, coinciden los amigos, lo mío, lo mío, ¡es la sonrisa! Y la ofrezco como un signo de esperanza en la resurrección corporal que compartiremos con Jesús, Maestro y Señor de vida plena. Amén.
      

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