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El grano de trigo

Juan 12,20-33

La escena del evangelio tiene una ubicación bien precisa, y palabras muy conocidas. Todo ocurre con ocasión de unos judíos de habla griega, de los que viven en el extranjero, que quieren ver a Jesús. No lo buscan directamente, sino que piden el apoyo de aquellos de sus discípulos que tienen nombre griego: Felipe y Andrés. No sorprende que sean judíos y extranjeros, están en Jerusalén sólo para la celebrar la Pascua. Jesús ha sido ungido en Betania, a las afueras de Jerusalén, por María, la hermana de Lázaro; la unción fue con perfume de nardo y fue un anticipo de su sepultura. De ahí Jesús entró triunfante en Jerusalén. Es en este contexto que los creyentes que han subido a Jerusalén con ocasión de la Pascua escuchan hablar de Jesús y quieren conocerlo. Seguro se han impactado por las acciones de Jesús y por lo que se comenta de su enseñanza, basadas en el amor y la misericordia: sus curaciones, sus comidas con los pobres, la resurrección de Lázaro.

Por sorpresivo que parece, al recibir la petición de los griegos, Jesús comienza a hablar no de su vida, sino de su muerte. Un día, mientras estaba acostada en su cama, Mafalda se imaginaba joven, luego señora, finalmente una viejita. Y se pregunta con preocupación: "Al final, ¿cómo es el asunto? ¿Uno lleva su vida adelante, o la vida se lo lleva por delante a uno?" En realidad, hablar de la muerte es hablar también de la vida. Esta semana conocí en el extranjero a una señora ya mayor y muy enferma de cáncer. Educada de manera creyente, creció con la conciencia de cumplir siempre con la voluntad de Dios. Así las cosas, se casó, se fue con su marido y sus hijos pequeños a trabajar a Estados Unidos. Pero su esposo murió en un accidente en carretera mientras trataba de ayudar a otras personas; y se quedó viuda con sus pequeños, muy lejos de su familia. Ella no se dejó amedrentar, estaba sola y no hablaba inglés, pero logró que sus tres hijos se formaran como profesionistas. Nunca se quejó. Ahora que el cáncer la ha invadido, ahora que dos de sus hijos están casados y el tercero ha dejado su trabajo para cuidar de ella día y noche, ahora que sabe que no se va a aliviar, que sólo puede controlar el dolor con morfina, llama al padre que vino de México para preguntar si es pecado dejarse morir. Incluso en otros estados de la Unión Americana, me comenta es legal tomar algo para dejar de vivir, ¿es pecado?, me pregunta; pedir a la doctora que ya sólo le deje lo necesario para el dolor, ¿será que soy cobarde y por eso me quiero ya morir?; hace cuatro meses tendría que haber muerto según los pronósticos médicos. Su cuerpo sigue mostrando la fortaleza que desde siempre ha tenido su espíritu. 

Y yo le digo que no. Le digo que toda vida digna tiene el derecho a una muerte digna, que la medicina no está para alejar la muerte lo más que se pueda, sino para ayudarnos hasta donde sea posible a que nuestra vida sea más digna, y ello incluye la muerte. No hay vida sin muerte. Tuve una amiga, me dijo, que murió en un hospital, con cáncer igual que ella, amarrada, sedada, yo no quiero morir así, me dice. Le hablo de la diferencia entre "eutanasia", que es tomar o hacer algo para dejar de vivir; y la "adistanacia", que consiste en tomar sólo medicamentos para paliar el dolor, y dejar que la enfermedad siga su curso natural hasta la muerte, para no dilatarla innecesariamente. Me dice que sus hijos le dicen que le falta fe en el último momento para resistir. Pero ella no lo cree, y yo tampoco. Mostró su fe cuando se casó, cuando tuvo a sus hijos, cuando se enfrentó a la viudez y al mundo, cuando sacó adelante a sus hijos, todo lo hizo siempre en el nombre de Dios. Ahora, por su fe y su esperanza no tiene miedo a la muerte, la espera con dignidad, con la conciencia de haber sabido vivir y luchar. Quiere volver a los suyos, a su esposo, a sus padres, al Dios bueno que le regaló la vida y la ayudó a salir adelante.

En ella veo de lo que hablaba Jesús: de la vida que sólo tiene sentido cuando se vive como el grano de trigo que cae en tierra. Vivimos de verdad cuando nos entregamos y nos esforzamos por crecer, por dejar de ser granos y convertirnos en pan para los demás. Como hizo Jesús, que alimentó a su pueblo de fe, de amor y de esperanza. Que la vida gana ahí su dignidad, y que cuando así nos encuentra la muerte la recibimos con satisfacción. Que la generosidad y la valentía están por encima de la muerte misma. Y que cuando llega, como llegue, no le huimos, porque para esa hora hemos nacido, para la hora suprema en que demos el último testimonio de fidelidad a la fe, al amor y a la esperanza. Jesús vivió así y fue puesto muy en alto, en la cruz por los hombres, en la gloria por el Padre, que es Vida y plenitud.

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