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Año nuevo, vida eterna

Números 6,22-27; Lucas 2,16-21

En estos días recibí la oferta de una maravillosa novela: La joven de las naranjas, de Jostein Gaarder. La historia comienza: "Mi padre murió hace once años, cuando yo sólo tenía cuatro. Creí que no volvería a saber nada de él, pero ahora estamos escribiendo un libro juntos." Así empieza la novela, y así fue que no me resistí a comprarla. Tan pronto como la comencé, no pude interrumpirme. Hacía mucho que un libro no me conmovía tanto. El libro es posible en la medida en que el papá del joven protagonista, desahuciado, escribe una larga carta a su hijo, en la que le escribe su fascinación por una joven con la que se topa un día en el autobús; ella vestía un abrigo naranja, y abrazaba una bolsa de papel conteniendo diez kilos de naranjas. Con el tiempo se casarán, pero el misterio que angustia al entonces enamorado de la joven de las naranjas, es si su hijo considera que, a pesar de que en este mundo nacemos sin quererlo y morimos sin también quererlo, vale con todo la pena vivir. El padre plantea a su hijo la gran interrogante. Si él considera que, a pesar de su finitud, la vida es buena, entonces su vida habrá tenido sentido.

Para un adolescente, la pregunta es fuerte; en realidad lo es para cualquiera. Pero el joven de la novela razona de la siguiente manera: Si la vida que cuenta mi padre fuera una película, y yo fuera un espectador de cine, le gritaría a mi padre si no se hubiese atrevido a buscar a la joven de las naranjas; si hubiera pasado de largo junto a ella en misa en la catedral, en vez de sentarse junto a ella, le habría gritado para que lo hiciera... Contemplando la vida de sus padres, hasta contemplar su propio nacimiento, comprendió que es mejor ser que no ser, y que a pesar del dolor y el sufrimiento, la vida tiene un sentido. Yo me hecho la misma pregunta en estos días luego de leer la novela, y con esta pregunta me he hecho otras más: ¿Qué es el tiempo? Decía san Agustín: "Si no me preguntas qué es el tiempo, sí sé; si me preguntas, no sé." 

No tengo pretensiones de intelectual, pero me atrevo a dar mi respuesta. El tiempo somos nosotros. Miles de millones de años tiene la tierra existiendo, casi todos ellos sin mí. Pero si yo no los he vivido, el tiempo no ha existido fuera de mí. La historia es la suma de nuestros tiempos, un largo y continuo cruce de existencias. El tiempo somos nosotros. Y no sólo eso. Creo que cada vez que un instante nos suspendió en el tiempo, cada vez que una mirada nos vio con cariño, cada vez que una mano nos tocó con ternura, cada vez que alguien nos habló cantando, rasgamos el tiempo y rozamos la eternidad. Porque el amor lo trasciende todo, y entonces caemos en la cuenta que Dios es amor y que el amor es tan eterno como Dios.

Un día Miguelito y Mafalda vieron un avión que cruzaba el cielo. Dijo Miguelito: "¡Jhá! ¿Te imaginas todo lo que vamos a ver de aquí a doscientos años?" Respondió Mafalda: "De aquí a doscientos años dudo que estemos vivos, Miguelito."¡Anda!", reviró Miguelito, "¿pensás hacerle la rabona al futuro justo cuando se pone interesante?" Yo también dudo que estemos vivos dentro de doscientos años... aquí. Pero no dudo ni por un segundo, que dentro de doscientos años estaremos más vivos de lo que estamos ahora, porque estaremos sumergidos en la eternidad. De aquí a doscientos años estaremos más completos de lo que estamos ahora, porque estaremos con quienes hoy no están con nosotros... aquí. Estaremos completos y plenos. Y cuando seamos recibidos en la Casa del Padre y Él venga a darnos la bienvenidas, no nos sorprenderemos al verlo, descubriremos que ya lo conocíamos, que lo habíamos entrevisto, por breves pero claros instantes, cada vez que aquí experimentamos el amor, y la alegría. Entonces nos daremos cuenta que el abrazo de esta noche, sólo era un anticipo del abrazo eterno que nos daremos con ellos y con Dios por toda la eternidad. Le diremos al Señor: "Gracias por tu bendición, conocimos tu rostro y nos sumergimos en tu paz. Amén."

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