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El silencio de Jesús

Mateo 15,21-28

Creo que por un momento me habría gustado que Jesús hubiera actuado como Mafalda. Un día perdió al ajedrez con Felipe y, sin embargo, tenía cara de felicidad. "Veo que sos buena perdedora, Susanita", le dijo, "otros, cuando pierden, ¡hay que ver cómo se ponen!", y Susanita seguía sonriendo. De pronto, rompió en llanto, y se lamentó: "¡Maldito sea, con lo bien que me estaba saliendo la hipocresía...! Hace poco, Sergio, del grupo de jóvenes me pedía que hablara un día del silencio de Dios. Me vinieron muchas cosas a la mente, incluyendo un discurso del P. Daniel Fouché en Polonia. El P. Fouché es un biblista francés que participó en el simposio internacional sobre san José que se llevó a cabo en Polonia en octubre del 2009. Al término del simposio los organizadores nos llevaron a un paseo-peregrinación que incluyó, entre otros lugares, el antiguo campo de concentración de Auschwitz. Terminado el impresionante recorrido, ya en el autobús, el P. Fouché tomó el micrófono, y lanzó un discurso, que concluyó en oración, en donde se hacía la siempre incómoda y lacerante pregunta sobre el silencio de Dios frente al dolor humano.
 
Leer sin más la escena que presenta el evangelio puede resultar desconcertante. Leerla en el conjunto de la narración de Mateo puede resultar más desconcertante aún. La escena muestra a un Jesús lejos del Jesús bondadoso al que estábamos acostumbrado. La escena viene tras una disputa entre Jesús y algunos fariseos, quienes le reprochan no cumplir con los rituales de pureza en la comida. Jesús se defiende hablando de la pureza del corazón, que es misericordia. La escena es fuertemente simbólica, porque la pureza ritual hablaba al pueblo de Israel de sí mismo, ellos eran el pueblo puro, e incurrían en impureza al contacto con lo extranjero.
 
Es este el contexto de la narración de hoy, en que Jesús se retira a los márgenes, a las fronteras con el mundo extranjero. Ahí, una mujer cananea, extranjera, pagana y, por lo tanto, impura, se acerca a Jesús y a gritos le pide compasión para su hija enferma. Jesús la ignora, no le responde nada, guarda silencio frente a su dolor de madre. Sus discípulos le piden que la despida, está molestando, no es que sientan su dolor, no la comprenden. Jesús responde que sólo ha sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel, ¡Jesús marcando distancia ante los extranjeros, como si fuera seguidor de la ley de pureza! Pero para Dios no hay extraños ni extranjeros, todos sus hijos somos iguales; la diversidad, dijo san Pablo a los cristianos venidos del paganismo, a los extranjeros del judaísmo, que Dios no se arrepiente de sus dones ni de sus elegidos. La pluralidad de los seres humanos es riqueza de Dios para todos.
 
La mujer cananea de la narración se postra ante Jesús, un gesto de adoración y reconocimiento que sólo se rinde a Dios. Ella cree en Jesús, su corazón de madre la impulsa a confiar en Él. ¿Fue un gesto de humillación ante un judío? En todo caso, no parece que a ella le haya importado. Suplica a Jesús, y éste la rechaza con un dicho bastante duro: "No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perritos", es decir, a los extranjeros. La mujer no se dará por vencida, el amor siempre encuentra razones para seguir luchando y esperando: "Señor, hasta los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de los amos."
 
Sé que en la historia de la Iglesia hay quien ha explicado que el silencio de Jesús era deliberado, que no era de frialdad o indiferencia, sino que el Señor quería probar la fe de la mujer y afianzarla en el orar sin desfallecer, en el suplicar con insistencia y sólo después darle lo que pedía. Pero decir que Jesús se hizo del rogar me parece más cruel que su indiferencia. Prefiero creer, y así lo muestra el texto, que Jesús se equivocó. Equivocarse no es pecar. A todos nos cuesta hacer a un lado los viejos esquemas de pureza. Una famosa película mexicana lleva el elocuente título de El castillo de la pureza, en la que vemos, con crudeza, que de la pureza surge una humanidad lastimosamente deformada. El aparente silencio de Dios no es más que el reflejo de la indiferencia y el elitismo humanos. Detrás de ello, siempre están las palabras de vida y libertad de nuestro Dios.
 
Pedro, el varón judío, dudó de su confianza en Jesús y Jesús le reprochó su falta de fe. Una mujer extranjera, amó tanto que confió en Jesús sin ninguna vacilación, y Jesús la reconoció: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! La escena ilustra contundentemente cómo los prejuicios sociales, culturales, religiosos, pueden llevarnos a la indiferencia ante el hermano que sufre, y cómo es la compasión y la misericordia las que expresan el cumplimiento de la voluntad de Dios. Jesús no necesitó verla ni tocarla, pero la hija de la mujer pagana quedó curada. Había visto en el corazón de la mujer la imagen y la semejanza del Dios que con ternura, también a ella había dado vida. El milagro lo alcanzó el corazón humilde y compasivo de una madre, que hizo sintonizar el corazón de Jesús con sus propios latidos.
La siguientes escenas son elocuentes: nuevamente Jesús subiendo a la montaña, porque ha cumplido la voluntad de Dios, que es el amor, especialmente al más necesitado; curando enfermos, sintiendo compasión por la gente, multiplicando nuevamente los panes, para alimentar ahora a cuatro mil hombres; antes fueron cinco mil, pero cuatro es signo de la humanidad, y multiplicado por mil es signo de la humanidad entera. Al final sobrarán siete canastos, el siete como signo de totalidad refuerza la idea de que este pan, que es Jesús, es para toda la humanidad, especialmente para la humanidad cansada y abatida. Hoy alabamos al Señor con el salmo: "Que alaben al Señor todos los pueblos"; yo diría: "Que te alabemos, Señor, todos, y que  te alabemos juntos."

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