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El yugo de Jesús, la fuerza de los sencillos

Mateo 11,25-30
 
Todo comenzó cuando Juan el Bautista, preso en la cárcel de Herodes, mandó preguntar a Jesús si él era el Mesías esperado, o había que esperar a otro. No pareciera que Jesús tuviera la intención de tomar las armas y comenzar una revolución violenta. Pareciera que a Juan no le gustaba lo que oía de Jesús, que se compadecía de lo más débil y vulnerable de la sociedad; que se juntaba con los pecadores, y que decía que Dios es un Padre bueno que ama a buenos y malos. Jesús le mandó esta tajante respuesta: "Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los muertos resucitan, a los pobres se les anuncia la buena noticia, ¡y dichoso el que no se sienta escandalizado por mí!"

Como Juan había muchos. Les resultaba difícil creer a Jesús; les resultaba difícil, cuando no imposible, creer en Jesús. Varios no sólo se escandalizaban o se sentían defraudados por él, sino que también hubo quien se burlaba de Jesús o lo rechazaba abiertamente. Sólo los sencillos aceptaron su palabra y le abrieron el corazón. Y los sencillos eran los niños, los ignorantes, las mujeres, los enfermos marginados de la comunidad, la gente más pobre del campo... Don Nadie y su familia, diríamos hoy. Y con ellos los que no se aferran a nada, los que se dejan representar en la procesión de dones para la Eucaristía, los que caminan por este mundo presentando al Señor lo que con la ayuda de su gracia hemos logrado: el pan y el vino, el fruto de nuestra tierra, que fecunda con la fuerza de Dios, de nuestro esfuerzo y de nuestro sudor, el fruto de nuestra paciencia, que testimonia que somos hombres y mujeres de esperanza, los que dejamos los dones ante su altar, y nos quedamos con las manos vacías, confiando en su Amor y esperando en su Providencia.

Para ellos la vida es dura hoy y mañana también. Para ellos, la vida es esperar día a día la llegada de la muerte, y con ella ¡por fin! del descanso. Cuando la vida no tiene sentido, la muerte es un ocaso que se espera sobre el horizonte. Por eso fueron ellos los primeros que abrieron su corazón a Jesús. Porque para ellos por vez primera alguien los vio con amor y con ternura de parte de Dios. Porque por primera vez alguien los llamó "hermanos". Porque por primera vez alguien les dijo que no era verdad que tenían lo que merecían. Porque por primera vez alguien les hizo ver que la suya era más bien una oscura muerte, y la vida se les ofrecía en el horizonte como la belleza y la tibieza de un amanecer que traería por fin la luz tantas veces soñadas y nunca contemplada.

Un día Susanita, con una baraja en la mano, dijo a Felipe: "Voy a ver tu porvenir, Felipe. Saca una carta" La sacó; continuó ella: "Ahora date vuelta y frótala en tu nariz diciendo 'conjuro, conjuro, te trasplanto mi futuro'." Felipe hizo todo el ritual. Le pidió luego Susanita: "Ahora dámela repitiendo 'uka-uka". Y Felipe se la dio diciendo 'uka-uka'. "Bien -concluyó Susanita-, veo que tu porvenir es el de un estúpido dispuesto a hacer cualquier idiotez que le pidan." ¿Qué hizo Jesús para abrir el corazón frío y endurecido por una vida de miseria y abandono? No les mintió, no les prometió recetas mágicas ni se burló de ellos ofreciéndoles un futuro inmediato de lotería, no los consoló con un cielo para después de la muerte, ni con las huecas palabras de "Dios sabe lo que hace", o "Dios aprieta pero no ahorca", o "Dios te está probando a ver si aguantas", ni "Dios no nos da cruces más pesadas de lo que podemos cargar." Simplemente, compartió con ellos la vida, se puso junto a ellos como se junta el buey con su compañero de yunta. Jesús no es ingenuo. Sabe de lo que está hecha la vida y de lo que está hecho el ser humano. Tenía el corazón muy humano porque tenía el corazón de Dios.
 
 
Por eso sabe Jesús que el ser humano se cansa y le da sed y siente hastío; sabe que el ser humano tiene que seguir trabajando, regando la tierra con sudor, que tienen que dejar sus carros en el patio o en la calle porque a éstos ya no les permitieron circular. Y en la vida compasiva y solidaria de Jesús, ellos, los pobres, los sencillos, don Nadie y su familia, encontraron un hombre que se puso a caminar arando y sudando con ellos. En la aspereza de sus manos de hombre trabajador que curaban con gestos de ternura; en el brillo de su mirada, que hablaba de una alegría a prueba de toda adversidad; en la fuerza de su palabra, que ni la cruz pudo callar; en la inquebrantable voluntad de su corazón para estar cerca del dolor, entrevieron la verdad de Dios, de su Amor, del sentido de la vida. Desde ahí, desde la cercanía y la compasión, Jesús les regaló la esperanza como una semilla preñada de eternidad. Porque Dios siempre viene a nuestro encuentro como vida y vida en plenitud. Sencillos son, desde entonces, los que comprendieron que más allá de ser los hartos de todo y los dueños de nada, son y serán por siempre, los hijos de Dios.

En la larga noche de nuestros días de pobreza, violencia y de injusticia, Jesús no ofrece falsas y mágicas soluciones; ofrece su yugo y su esperanza: quiere andar y trabajar con nosotros. Sólo se puede creer en un Dios que así se aferra a rescatar y dar sentido a esta vida y a esta humanidad. Sólo se puede confiar en un Dios que no huye del dolor ni del esfuerzo. Sólo un Dios así pueda dar esperanza y ofrecer vida más allá de la muerte. Porque sólo un Dios que se abaja al corazón de la tierra puede llevarnos al cielo de la vida verdadera.

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