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El tesoro oculto, el buscador de perlas

Mateo 13,44-52

Existe gente para la cual la vida es la misma hoy y mañana también. Gente que ya se acostumbró a la rutina, para quien la fría y exacta monotonía es fuente de seguridad. Hay quien en la rutina está tristemente resignado, y ni caso tiene preguntarse por el día de mañana, porque ya no tiene fuerzas;  y hay quien se cansó de esperar la respuesta, cuando por más que levantaba la cabeza siempre encontró el mismo cansancio en el horizonte. Hay quienes, por el contrario, de tan bien que estaban creían que no se podía estar mejor, los sorpresivos cambios repentinos que nunca faltan les dieron la experiencia de lo diferente. Entonces los desafíos los hicieron crecer. Para unos y para otros, Dios se deja encontrar, sin que lo busquen, como el hombre que un buen día encuentra un tesoro oculto en un campo, y decide venderlo todo para comprar el campo. Suena increíble, vender lo que hasta hoy se creía lo mejor, y dejarlo todo por quedarse con el Dios oculto en el campo de la historia. Como pasa con los esposos que, después de años y años de cuidar y educar a los hijos, cuando éstos se van, descubren en su compañero de vida un brillo distinto en la mirada, maneras nuevas y seductoras de tomarse de la mano y seguir caminando juntos. Y pienso también en san José, quien de pronto descubrió un tesoro oculto en el vientre virginal de su esposa y renunció a su honor para ser padre del Hijo de Dios.
 
Hay, en el otro extremo de la vida, los que buscan afanosamente, los que buscan incansablemente ser mejores personas, labrar un futuro, una vida más humana, los que buscan a Dios. Y aunque la búsqueda sea cansada, la esperanza los hace salir adelante, son los que avientan la mirada más allá del horizonte, y están convencidos de encontrar luces más allá del sol, y más estrellas detrás de la noche. Para ellos, Dios se presenta como la perla más fina que pueda hallar el comerciante de perlas más selectas. El caso de hombres y mujeres que habiendo tenido comodidad y un buen nombre, se sienten insatisfechos, y se dan la oportunidad de buscar la plenitud por nuevos derroteros. Pienso en la Madre Teresa de Calcuta, o en el Fundador de nuestra Familia Josefina, el P. José María Vilaseca, que buscó a Dios y no lo halló estudiando ingeniería, tampoco lo descubrió en el seminario de Barcelona, vino a México, y lo halló por fin, entre los indios, entre los pobres, entre los niños y los jóvenes abandonados.
 
Hay un punto, un momento en nuestra vida, en el que Dios nos encuentra, o en el que hallamos a Dios. Y cuando lo hemos descubierto, cuando nos ha encontrado o lo hemos hallado, ya no podemos vivir sin él. Entonces comienza la tarea de voltear hacia atrás, de revisar la vida y la propia historia, y releerla a la luz del Dios que se nos ha desvelado, y dejar lo que hasta ahora nos había impedido reconocerlo, el conformismo, la mediocridad, la desesperanza, la baja autoestima, los afanes de superioridad, y tantas maneras en las que nos estancamos o nos fuimos quedando solos de tanto atentar contra la fraternidad. Entonces el Espíritu de Dios nos hace sacar del corazón los peces malos con que hasta entonces lo alimentamos, y nos quedamos sólo con los peces buenos que nos dan vida de verdad y para siempre. Un buen día decía Felipito para sí mismo: "Cada vez que empiezan las clases me agarra esta misma cosa aquí... ¿Y si fuera a un psicoanalista? ¿Podría un psicoanalista sacarme la angustia de volver al colegio? ¿Conseguiría un psicoanalista que yo, Felipe, fuera a la escuela contento y feliz? ¿Lograría un psicoanalista transformarme en un ser tan repugnante?" Lo importante de ese momento en que nos hemos encontrado con Dios, es no tener miedo de lo que nos ofrezca, sinola valentía de venderlo todo para quedarnos con Él.
 
Nos damos cuenta que hemos alcanzado la sabiduría no cuando nos graduamos del kínder o la universidad, no cuando nos ponemos toga y birrete y defendemos la tesis con mayor o menor lucidez en el examen profesional, sino cuando con toda honestidad, del valioso tesoro que es nuestra vida sacamos lo que guardamos, y de entre lo nuevo y lo viejo nos quedamos con lo mejor: con el Dios que  nos da la vida, con el corazón tocado y habitado por el Espíritu de Dios, con la gente buena que nos ha querido y en la que hemos descubierto a Dios. Entonces sabemos que ya no podemos vivir sin Dios, sin el Dios que nos ha visto y acariciado, con el que se ha sentado a tomar café con nosotros, con el que hemos leído novelas y cartas, con el que reza por nosotros cuando más lo necesitamos.
 
Entonces, cuando lo hemos descubierto y lo hemos conocido, ya no podemos perderlo, porque perderlo nos deja en la vida como canción de Joaquín Sabina: "Vacío como una isla sin Robinson, inútil como un sello por triplicado, errante como un taxi por el desierto, violento como un niño sin su cumpleaños, febril como la carta de amor de un preso, amargo como el vino del exiliado, como una boda por lo civil, como santo sin paraíso, como el ojo del maniquí... así estoy yo sin ti," el tesoro escondido en el campo de la historia, el buscador de perlas que lo dejaste todo, cielo y divinidad incluidas, para comprarnos a nosotros, las más finas perlas en el mar inmenso de la creación.
 

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