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La boda de Coy

Mateo 11,2-11

Hace tres semanas fui a presidir la Eucaristía en la que el amigo Coy se casó con Claudia. Soy amigo del novio desde hace muchos años, y como nos conocimos en el proceso de formación para la vida josefina, nuestra amistad viene además marcada con el signo de la fe. Gocé su boda intensamente. Disfruté la Eucaristía, aplaudí la llegada de los novios a la fiesta, brindé jubiloso y esperanzado por su felicidad, y participé con mucha alegría del ritual de las cazuelas que son llevadas en el baile y luego estrelladas en el piso para desear abundancia a los novios, y hasta me metí a la carrera de la víbora de la mar fuertemente sujetado y brinqué cuanto obstáculo se puso en mi camino.
 
Yo hice el viaje a la boda en compañía del amigo Adrián; el camino de regreso, sabia y evangélicamente me dijo: "¡No cabe duda que Jesús sabía de lo que hablaba cuando de la alegría que sentían los amigos del novio! ¡Seguro que Jesús fue a muchas bodas de amigos suyos!" Y seguro además, creo yo, que Jesús los quería mucho.  Cuento esto porque un día le preguntaron a Jesús en la boda de un amigo suyo porqué él y sus discípulos no ayunaban como los discípulos de Juan y los fariseos. Juan es uno de los personajes de más fuerza del Antiguo Testamento, a pesar de que él nos hablan los evangelios, que pertenecen al Nuevo. Juan era un profeta que daba denunciaba la corrupción, el egoísmo y la superficialidad de las vanidades. Anunciaba un bautismo de arrepentimiento y la inminente llegada del juicio de Dios, que vendría como hacha que viene a derribar los árboles secos que no han dado fruto y enviarlos al fuego. Frente a él, la gente experimente miedo, quizá angustia.
 
Juan esperaba que el Mesías prometido volviera instaurar la sociedad fraterna y justa en el Pueblo de Dios, oprimido por el Imperio Romano. En total congruencia con sus ideas, Juan se retiró al desierto, seguramente con un sentimiento igual al que sentimos muchos de nosotros cuando vemos a tanta gente que va a malgastar el aguinaldo que se ganó con tanto esfuerzo en regalos de compromiso y en inutilidad y media que en realidad no necesitamos. Por ello mismo se alimentaba austeramente de hierbas silvestres. Por predicar este mensaje fue encarcelado. Y a la cárcel le llegaron noticias que no compaginaban con sus expectativas. Es cosa de imaginar el sentimiento de decepción al saber que el Mesías no se estaba levantando en armas, ni estaba restaurando el esplendor del antiguo reino de David, ni fustigaba las conciencias. A la cárcel le llegaron las noticias de que Jesús anunciaba la llegada del Imperio de Dios, y como signos de esta llegada curaba enfermos, perdonaba pecados, invitaba a la fraternidad incondicional y, por si fuera poco, ¡estaba en las fiestas y las disfrutaba enormemente!
 
Preso más de desilusión que de la injusticia de Roma y sus aliados, Juan envió un mensaje a Jesús: quería saber si él era de verdad el mesías, o había que esperar a otro... a otro que no fuera como él. Jesús le mandó un mensaje igualmente fuerte: los ciegos ven, los cojos brincan, los sordos oyen, los leprosos quedan limpios y a los pobres se les dan buenas noticias. Y que era dichoso el que no se sintiera decepcionado de él. Yo creo que Jesús dijo esto en la misma fiesta de boda de su amigo. Y lo dijo viendo como los hombres y las mujeres de la fiesta bailaban y brindaban por la larga vida y la mucha felicidad de sus hijos. Jesús se extasiaba viendo cómo el amor de familia hacía que los invitados, ciegos como cualquiera para ver el futuro, veían vida y felicidad para aquellos cuyo amor y cuya alegría estaban compartiendo. Imagino que Jesús hablaba con el gusto de ver cómo en la fiesta se tenía consideración por los enfermos que, a pesar de su enfermedad, habían hecho el esfuerzo de estar con los novios en su día, y acogían con su corazón y con pequeños movimientos de sus manos y sus pies a los que bailaban con total desenvoltura. Me imagino que miraba complacido cómo en la fiesta se reconciliaban los que hacía mucho no se hablaban, y volvían a escucharse a los que el rencor había ensordecido. Veía con infinito gusto el gozo de los pobres, de los que por ser pobres no se podían pagar una fiesta, pero estaban ahí, compartiendo la comida y la alegría.
 
Jesús disfrutaba la fiesta y la compartía porque en su corazón de Dios sabía estar siempre al lado de sus hermanos, en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad. Sabía que quería a la humanidad como su amigo el novio amaba a la novia. Dios siempre está con nosotros. Es la alegría de la fiesta y es la rebeldía con que resistimos al mal, a la injusticia, a lo dolor y a la enfermedad. Dios es la fuerza con nos mantenemos de pie cuando la muerte nos arranca a un ser querido. En Jesús aprendimos que cuando alguien muere no es Dios quien nos lo arrebata, sino que es Dios quien lo arrebata de la muerte y lo lleva con Él, y lo hace partícipe de esa fiesta sin fin que llamamos "cielo" o "vida eterna". Por esta esperanza podemos en cada fiesta levantar la copa y brindar con los que allá nos esperan.
 
Jesús es el gran regalo de Dios para la humanidad. Si nuestros regalos de navidad no comunican amor, fuerza, esperanza, solidaridad incondicional, no son regalos de navidad. Si en la navidad no celebramos el regalo que Dios hizo de su compasión, de su misericordia y de su alegría en Jesús, la navidad no será una fiesta cristiana. Yo creo en Jesús. Creo intensamente en su presencia y en su amor. Creo que vino para traernos la vida plena y abundante de Dios, y que cuando menos parece cercano, más unido está a nosotros, en el dolor de la cruz, en la muerte destruida del sepulcro vacío, en el pesebre de Belén, en la mirada tierna de María y en las trabajadoras manos de José.
 

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