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Contemplar el corazón abierto

Juan 18-19

Me queda claro que La Pasión de Cristo, no es el evangelio, gracias a Dios. Porque no creo en el dolor ni en el sentido del dolor. Porque mucho menos creo que el Padre de Jesús, del que tan bonito nos habló Jesús en la parábola llamada "hijo pródigo", sea semejante carnicero que se deleite con la sangre de sus hijos inocentes, como tampoco con la de los culpables.

Los evangelios no ocultan la crudeza de la cruz, ni su dolor, ni la burla ni la vergüenza, ni siquiera el fracaso que supuso para Jesús y los suyos. Morir en la cruz era un castigo político, el más ignominioso de Roma; y una maldición de Dios, en la tradición judía, según atestigua el Deuteronomio. Pero los evangelios tratan de entender, de comprender por qué fue que se llegó al extremo de la cruz. Querían conciliar la cruz de Jesús y la verdad de sus enseñanzas, por un lado, con el control de Dios sobre la historia, por el otro. Tratan de entender desde las Escrituras, tratan de descubrir en el Crucificado el Rostro de Dios; tratan de encontrar en Él el corazón de Dios.

El relato de la pasión según san Juan tiene sus propios matices. Hacia el final, muestra la escena en que el soldado romano traspasa el costado de Jesús, y de él brotan sangre y agua. Los Padres de la Iglesia han visto en esta escena una alegoría del nacimiento de la Iglesia, que vive del Bautismo (el agua), y la Eucaristía (la sangre), que nos dejó el Señor Crucificado y Resucitado. En cierto sentido, tienen razón. La Iglesia ha nacido de la contemplación del corazón abierto en Jesús crucificado. Nacimos para guardar la memoria del justo ajusticiado, del Hijo muerto, del Hombre entregado. Guardar la memoria para que la cruz no se vuelva a repetir.

Jesús murió por nosotros. No para pagar deudas, ni sufrió porque el sufrimiento sea redentor. Roma quiso su muerte porque Jesús quería una sociedad nueva, sin exclusiones. El Templo y el sistema religioso en torno a él querían su muerte porque reveló un nuevo rostro de Dios, que es Amor absoluto, gratuito e incondicional, que rechaza los sacrificios y la sangre. Pero Jesús murió para ser fiel a Dios y a sí mismo. Para revelar en su plenitud el rostro amoroso del Padre, que nunca nos abandona, aunque la vida parezca decir lo contrario.

Jesús murió por nosotros porque la humanidad violenta y excluyente lo mató; fue la maldad homicida del ser humano la que lo llevó a la cruz, no la voluntad del Padre. Dios no quería que Jesús muriera, porque es Dios de Vida. Contemplar el corazón abierto del crucificado, en silencio, tiene que hacernos comprender esta verdad. La violencia humana lo llevó a la muerte. Y Jesús murió como vivió: perdonando, amando, confiando en Dios, confiándose enteramente a Él, compartiendo su Espíritu, no se dejó contaminar de la violencia homicida de sus verdugos. Después de dar un fuerte grito, con la ternura y la confianza de un niño se acurrucó en el corazón del Padre y expiró.

Contemplar su corazón abierto tiene que llevarnos a la pregunta de cuántas veces seguimos crucificando a Jesús en cada muerto por la violencia. Nos seguimos matando entre nosotros, nos llenamos de miedo, de rencor y ganas de venganza; y no acabamos de entender que Jesús murió precisamente para que no volviéramos a matarnos. Para que viviéramos fraterna y solidariamente. El grano sigue siendo sembrado. Contemplar al Crucificado tiene que invitarnos a esperar y trabajar por el día en que los frutos maduros del perdón y la paz asomen a nuestra tierra.

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